Resumen: En un contrapunto entre las visiones que reconocen las potencialidades de Internet y aquellas que las cuestionan, la presente reflexión teórica se orienta a poner de relieve cómo las formas artísticas presentes en Internet vuelven crítico el papel de la obra artística, su difusión y la condición misma del objeto artístico. De igual forma, se analiza este paisaje cultural del arte en la red y sus esfuerzos por preservar la comunicación frente a los designios de la industria cultural que reproduce también en los ámbitos cibernéticos la poderosa fuerza de sus dispositivos mercantiles y legitimadores.
Palabras claves: Cibercultura, comunicación, net-art, realidad virtual
Abstract: In a counterpoint among the visions that recognize the potentialities of Internet and those that question them, the present theoretical reflection is guided to put of relief how the artistic forms presents in Internet turn critical the paper of the artistic work, its diffusion and the same condition of the artistic object. Of equal it forms, this cultural landscape of the art in the net and its efforts to preserve the communication in front of the cultural industry that it also reproduces in the cybernetic environments the powerful force of its mercantile devices.
Keywords: Cyberculture, communication, net-art, virtual reality
Un azaroso ejercicio de indagación en uno de los más populares buscadores en Internet (Google), arroja cifras millonarias cuando se trata de ubicar direcciones y sites sobre Arte Digital, Net Art, Arte Electrónico. La búsqueda resultará ardua si a ello sumamos palabras como arte y cultura o cibercultura, términos que aluden a estas nuevas realidades culturales que cada día se definen a través de la red de redes.
Estamos frente a un nuevo horizonte cultural y artístico, un “nuevo paisaje digital” (Rushkoff, 2000: p. 22), que se abre de manera infinitamente diversa ante nuestros ojos. Las posibilidades informáticas y de comunicación abiertas con Internet están trastocando desde nuestra noción de espacio y tiempo hasta la forma de cómo percibir el mundo; desde nuestra noción de ambiente y entorno hasta nuestra idea de comunidad; desde nuestra noción de lo real hasta nuestra consciencia de corporalidad, de materialidad.
Douglas Rushkoff (2000) ha definido los flujos comunicacionales vía Internet, a los cuales accedemos con el uso de una computadora y un módem, como la “infosfera”, un cerebro global integrado que genera un nuevo territorio al que se le ha dado el nombre de Ciberia (Rushkoff, 2000: pp. 22-23). La experiencia comunicativa “en tiempo real” mediante la interfaz de un módem y de un computador, nos lleva a “dialogar” con formas artísticas inéditas, en tanto su creación y puesta en escena no requieren de la realidad espacial de un museo ni de las formas hasta hoy conocidas de difusión y consumo cultural.
Este nuevo paisaje cultural y comunicativo trastoca nuestras más firmes convicciones acerca del papel del arte y el lugar del objeto artístico. ¿Pueden estar los artistas y la crítica de arte al margen de estos cambios y transformaciones? ¿Podríamos seguir pensando el arte y la crítica sólo desde el espacio estrictamente limitado de lo visual y la materialidad de la obra artística considerada, además, un objeto en capacidad de entrar en la lógica del mercado y del consumo?
Piénsese, sólo como ejemplo, en la llamada realidad virtual (RV) y la forma como en una exposición pionera: “Virtual Reality: an emerging medium”, en el Museo Guggenheim del SoHo neoyorkino, en 1993, se aprovechaba la posibilidad de hacer arte digital a partir de dos de sus características básicas: la realidad virtual es “inmersiva”, en tanto, permite la visión de imágenes generadas por computadoras y percibidas gracias a la colocación de un casco con sensores; es “interactiva”, en la medida en que podemos cambiar nuestra aparente posición en un ambiente artificial y movernos dentro de él. La obra de arte no sólo es inmaterial, sino también móvil e irrepetible, considerando que se construye en una relación entre la máquina y la visión del espectador, como ha hecho ver Jon Ippolito (1993) curador asistente del museo Guggenheim y artista de Internet.
El tema no resulta ajeno y reclama una aproximación que supere los límites tradicionalmente demarcados para el arte: los géneros, las técnicas, los circuitos de difusión, etc. Bien lo señala el teórico venezolano Ricardo Bello a propósito del tema: “Indagar en torno al sentido de las imágenes y representaciones humanas que produce la Internet es una tarea de crucial importancia para el posible desarrollo de la estética contemporánea” (Bello, 1999: p. 35). Y es que este nuevo mundo digital y cultural de la red se abre como una interrogante sobre las posibilidades humanas y en tanto espacio convoca a nuevos replanteamientos en torno al papel del arte y su función en nuestro presente.
El arte electrónico, digital sacude los cimientos de una idea del objeto artístico sometido desde las primeras vanguardias del siglo XX a la puesta en cuestión, a la negación, a la borradura. Como bien lo ha destacado José Ramón Alcalá (1989: s/p), catedrático de Procedimientos Gráficos y Tecnologías de la Imagen de la Facultad de Bellas Artes de Cuenca y director del Museo Internacional de Electrografía (MIDE) de Cuenca, España: “La imagen ya no es algo material, dependiente de la luz o de la materia pictórica o pigmentaria, sino que su naturaleza es ahora eléctrica, matemática y algebraica”. Vamos del pincel al pixel.
La utilización de la digitalización y de la imagen virtual, el uso de recursos que parecieran más propios del diseñador gráfico que del artista, han sido aprovechados intensamente por los “netartistas” o “netaworkers”, en inglés, como se autodefinen algunos de estos creadores, quienes no sólo se sirven de Internet para difundir y promover su trabajo, sino que aspiran a convertir ese universo digital en “objeto artístico” en sí mismo (Adasme, s/f).
La posibilidad de que la obra de arte sea inmaterial en tanto existe en la memoria del computador, rompe la tradicional idea de la obra como “objeto”. Y si no es material, tangible, luego no puede comercializarse ni convertirse en potencial objeto de valor.
El término de net-art, acuñado por el artista esloveno Vuk Cosic en 1995 para aludir al arte de la red y las comunicaciones ha resultado polisémico y extendido en su capacidad de aglutinar distintas voces y visiones alrededor de nuevas y cada vez más numerosas experiencias de comunicación que escapan al ámbito propiamente estético para insertarse directamente en la esfera del debate respecto a los alcances de la cibercultura. Rachel Greene, editora de Rhizome, publicación on line sobre el arte de los nuevos medios, destaca las posibilidades y metas del net-art:
El Net.art permitía que confluyesen e interactuaran comunicaciones y gráficos, e-mail, textos e imágenes; facilitando que los artistas, entusiastas y críticos de la tecnocultura intercambiaran ideas, y compartieran un interés común en el mantenimiento de un diálogo permanente [...] Desde el principio los net.artistas han tenido grandes metas. Gran parte de la breve historia del net.art ha visto como sus practicantes han estado colaborando conscientemente en propósitos e ideales colectivos, aprovechando para ello las peculiaridades de Internet, la inmediatez y la inmaterialidad. El E-mail, la forma dominante de comunicación fuera y dentro de las comunidades del net.art, ha permitido a todo aquel que esté conectado la posibilidad de comunicarse dentro de un espacio de igualdad, donde se traspasan las fronteras internacionales, instantáneamente, cada día [...] Construir una comunidad más igualitaria en la que el arte estuviera notoriamente presente en cada una de las actividades cotidianas era un ideal colectivo. (Greene, 2000: 2)
La imagen creada mediante computadoras pone en cuestión la tradición artística occidental, afirmada en la idea de la obra de arte como objeto, cuya materialidad entrañaba un aspecto cualitativo que llegó a definirla (en tanto mercancía u objeto de cambio). Los hoy llamados netartistas están conscientes de esta capacidad crítica del propio medio electrónico, que “no tiene que ver con despliegues de virtuosismo técnico, ni con experimentaciones formales. Tiene que ver con la ampliación de espacios alternativos donde la obra de arte, liberada ya de su materialidad, reivindique plenamente su verdadera función social como lenguaje” (Adasme. s/f).
Desde esta perspectiva, cabría preguntarse también por el lugar que ocupará la crítica de arte en su relación con el arte digital, máxime cuando la inmaterialidad de la obra digital reta las nociones de permanencia a las que el propio texto crítico aspira y a partir de las cuales se ha construido el proceso de legitimación y canonización del arte mismo.
Isabelle Vinson, una especialista de la Unesco, ha destacado el creciente papel que viene cobrando el arte en las redes y la forma cómo estas nuevas realidades están marcando transformaciones tanto en las prácticas artísticas como en la relación con los públicos. La irrupción de grupos de artistas colocados al margen de los circuitos tradicionales del arte, con experiencias y sitios en la web, dan cuenta de un movimiento artístico virtual que se moviliza por y desde la red, ajeno a los dictámenes canónicos de la crítica y de las instituciones museísticas y cuya presencia pone en cuestión la condición misma de la imagen artística:
La utilización de las tecnologías de las redes en los procesos de creación y para la difusión de obras contemporáneas abre el inmenso campo de ‘por qué y cómo' se hace el arte, algo que no es nuevo en la historia ni es exclusivo de las redes, sino que, en nuestra opinión, es más propio del cuestionamiento que el mundo occidental se hace de la imagen y de las diferentes formas de representación de la realidad a través del arte. (Vinson, 1999: p. 141)
La especialista va más allá cuando anuncia que las jóvenes generaciones estarán en mayor y más intenso contacto con movimientos artísticos marginales presentes en la red, como los creadores dedicados al arte del graffiti. Por esta vía, los internautas “pueden trastocar las reglas establecidas en las jerarquías artísticas y en los procesos de reconocimiento social” (Vinson, 1999: 241).
¿Hasta qué punto el arte en la red ratifica la noción de “arte posthistórico” de la que habla Arthur Danto (1999), cuando señala que el arte llega a su linde cuando vuelve central el problema de la representación? El arte moderno se consolidó a partir de una noción de representación pictórica que obligaba, por una parte, a poner en cuestionamiento la mímesis (la obra de arte debía imitar la realidad), lo cual se entronizó como un estilo. Por otra, se orientó a la superación progresiva de sus propios logros, entendido el arte como historia, como narración, como una definición que se construye, a partir de las vanguardias, por las rupturas y discontinuidades.
Desde la perspectiva de Danto, el arte se vuelve el propio tema del arte moderno. La pregunta sobre qué es arte abre lo que para este filósofo y profesor de la Universidad de Columbia, Nueva York, es el período posthistórico -momento que el autor ubica en la década de los 60- a partir del cual la función filosófica del arte no se vincula con ningún imperativo estilístico, por lo que cualquier cosa podía ser una obra de arte (Danto, 1999: p. 66).
¿Arte posthistórico en la era que ha sido también calificada, dada la presencia de un mundo mediado por lo electrónico y digital, como posthumana? La virtualidad, esencia misma de estas prácticas de arte en la red, está creando otras realidades no menos concretas y poseedoras de nuevas posibilidades para sumar al imaginario artístico de nuestro tiempo. También nuevas y cada vez más profundas preocupaciones.
“Arte volcánico” llama Derrick de Kerckhove (1999), director del Programa McLuhan de la Universidad de Toronto, Canadá, a estas expresiones surgidas de la digitalización de la imagen. A partir de una idea de raíz junguiana, este autor considera que el arte, como producto del inconsciente colectivo, hace erupción “cuando una nueva tecnología desafía el orden establecido” y esto es lo que, a su juicio ocurre en la actualidad: “el arte nace de la tecnología. Es la fuerza contraria que equilibra los efectos perjudiciales de las nuevas tecnologías en la cultura. El arte constituye el lado metafórico de esa misma tecnología que utiliza y critica” (de Kerckhove, 1999: p. 199). El arte como portavoz de una nueva consciencia social en ebullición, Una idea nada fácil de asimilar y siempre estimulante para un tiempo en el que se ha cantado el fin de todo, incluso del arte mismo.
El director del Programa McLuhan, plantea una verdadera recuperación de nuestros sentidos, una renuncia al dominio de la racionalidad alfabetizada que ha domado nuestras consciencias en aras de un orden psicológico programado. Propone, en consecuencia, una reapropiación de nuestros sentidos, en especial el tacto, largamente condenado al rincón de la culpa, del pecado y del pudor.
El arte enfrentaría la tarea de contribuir a la conformación de estas nuevas posibilidades de expansión sensorial. Se trataría, pues, de “ver más, escuchar más y sentir más” (de Kerckhove, 1999: p. 112). No es sólo mirar más lejos, sino recuperar una visión de totalidad; escuchar más para sobreponernos a la violencia del ruido y reconocer que “el silencio está vivo”; sentir más, es reconocer que la “piel de la cultura” comienza por asumir una nueva corporalidad inteligente y sensible, la piel “como un mecanismo de comunicación, no de protección” (de Kerckhove, 1999: p. 114).
De Kerckhove, quien fuera pionero en la organización de videoconferencias sobre arte y cibercultura, considera fundamental el papel del arte para favorecer esa ampliación de nuestro mundo psicológico y social en un presente marcado por el ritmo de las redes de comunicación y las realidades electrónicas, desde la televisión hasta la llamada Realidad Virtual (RV). Y este rol de la creación artística no es en modo alguno cómodo: “En tiempos de violentas convulsiones físicas, como el nuestro, el arte no es un escape, ni una salida de la confusión y la incertidumbre, sino un camino hacia el interior, una mirilla en el mapa de la conciencia colectiva, el magma de una realidad en construcción” (de Kerckhove, 1999: 197).
En una línea similar pero quizás menos optimista –o ¿realista?- pareciera insertarse Rushkoff, cuando señala que el arte y la literatura del mundo virtual llamado Ciberia, está más cerca del “realismo mugriento y posturbano” escenificado en películas como Blade Runner, “donde los ordenadores no simplifican los asuntos de los seres humanos sino que revelan e incluso amplían los errores evidentes de nuestros sistemas lógicos y de ingeniería social" (Rushkoff, 2000: p. 24).
El arte digital se inserta con fuerza y de manera natural en esta nueva cultura, la cibercultura modelada a partir del impacto de Internet y de la expansión del ciberespacio, termino acuñado en 1984 por el escritor de ciencia ficción William Gibson.
La comunicación y la información constituyen así procesos medulares en la cotidianidad del ciberespacio, por lo que el arte y sus expresiones en la virtualidad de la red, abren nuevas posibilidades de interacción entre los artistas y el público, además de redefinir una nueva estética que se aleja de los paradigmas artísticos imperantes hasta el presente.
Según Lev Manovich, teórico y crítico de los nuevos medios digitales y profesor de las universidades de California y Maryland, EEUU, los rasgos estéticos que distinguen los mundos virtuales pueden sintetizarse de la siguiente manera:
- El artista ya no es un creador de obras únicas, elaboradas manualmente, sino un seleccionador de elementos prefabricados. “En la cultura digital la creación se ha sustituido por la selección”.
- La imagen se construye ante los ojos del usuario y éste puede destruirla, borrarla con un clic. “Los mundos virtuales no han dejado de recordarnos su propia artificialidad, incompleción (sic) y carácter construido”.
- La totalidad de la imagen se construye a partir de la ilusión de que objetos separados están unidos, en una suerte de Gestalt. “Los espacios virtuales no son verdaderos espacios sino colecciones de objetos separados [...] no hay espacio en el ciberespacio” (Manovich, 1998: p.p. 94-96)
La cibercultura y el arte en la red, también contribuyen con su interactividad al subvertir la noción de hombre-masa impuesto por las industrias culturales, por lo que podría decirse con Antonio Pasquali que “la monolítica comunicación unidireccional de los grandes monopolios emisores ha comenzado a fisurarse profundamente, y en buena hora” (Pasquali, 1998: p. 289).
La Internet, al potencializar las posibilidades de esa suerte de “prótesis” del oído y del habla que es el teléfono, rompió lo que Pasquali llama “el embargo al diálogo” que durante décadas impusieron medios como la TV y la radio. Estos medios secuestraron el derecho de los usuarios a establecer una relación dialógica, con feed-back o respuesta de retorno inmediata. Para este teórico venezolano de la comunicación, quien ha ofrecido también sus reflexiones sobre “el lado oscuro de Internet”: “la red de redes representa una verdadera y hasta subestimada revolución en el campo de la relación interpersonal, esto es, de la convivencia” (Pasquali, 1998: p. 289).
¿Hasta qué punto la verdadera significación transformadora de Internet será pasar de la capacidad para “constituir públicos” (Aguirre, 1999) a la capacidad para constituirse en comunidades? Un hecho es cierto, Internet, la llamada “superautopista de la información” y los desarrollos sobre fibra óptica y nuevas redes, están cambiando los paradigmas desde los cuales analizamos los procesos comunicacionales de carácter masivo. Internet es una generadora de redes comunicacionales, como lo asomó Donna Haraway en su Manifiesto Cyborg (1985): las comunidades virtuales están impulsando una visión distinta de lo comunicacional y de lo artístico.
Este proceso de “globalización cultural”, como lo ha calificado José Joaquín Brünner (1999), ha traído consigo la incertidumbre y el cambio como nuevos escenarios sociales. Este autor caracteriza la globalización cultural como el cruce dilemático entre cuatro fenómenos interdependientes: la expansión global de los mercados; la difusión del modelo democrático como forma ideal y universal de organización; la revolución de las comunicaciones y la creación de lo que llama “el clima cultural de época”; la posmodernidad. Este reacomodo en modo alguno depara nuevas seguridades, por el contrario “la vida ya no transcurre en un ámbito familiar. El cielo no es más lo que solía ser. La historia no nos habla en el lenguaje acostumbrado. Pronto veremos que la sociedad de donde todo esto proviene -pensamiento, arte, visión del mundo e historia- también ha cambiado, hasta volverse una desconocida” (Brünner, 1999: p. 61)
Por otra parte, cabría preguntar, como lo hizo Hal Foster (1995) para la cultura contemporánea, si la diversidad de opciones artísticas y culturales que ofrece el ciberespacio puede conducir a un pluralismo engañoso donde predomine un “bazar indiscriminado” de objetos artísticos. La advertencia de Foster respecto a los pluralismos en la crítica y la producción artística pueden aplicarse para la cibercultura, si se piensa que los pluralismos no permiten discriminar ni seleccionar, anulan la toma de partido o posición, secuestran la decisión crítica.
En una época en la que se rompieron las ataduras del racionalismo occidental y se abrieron los diques posmodernos de aceptación de la diversidad, asistimos -escribió Foster- a la disolución de los términos críticos en el pluralismo, puesto que con él “se suspende el juicio, se neutraliza el lenguaje, y las categorías críticas son sustituidas por sencillas equivalencias”. Advierte sobre el riesgo del pluralismo y su consecuente crítica validadora, por lo que su acción tiende a anular las posibilidades cuestionadoras y subversivas del arte: “¿cómo volver el arte impotente si no es a través de la dispersión, de la libertad de voto que plantea el pluralismo?” (Foster, 1995: 87).
En esta línea, Foster parece cercano a Adorno y Horckheimer (1974) en su crítica contra las industrias culturales y la capacidad omnívora de éstas para asimilar incluso las formas culturales que las adversan, para reducirlas a la inofensividad y limarle toda aspereza cuestionadora. Bien lo indica en su ensayo cuando se refiere al proceso paradójico que convierte a instituciones y expresiones culturales marginales en instancias asimiladas por los circuitos tradicionales e industriales del arte, en un fenómeno de absorción de la marginalidad y de “conversión de lo heterogéneo en homogéneo” (Foster, 1995: p. 90).
¿Puede el arte en la red escapar a estos designios de una industria cultural que reproduce también en los ámbitos cibernéticos la poderosa fuerza de sus dispositivos para la anulación de las oleadas cuestionadoras? ¿Pueden, asimismo, los museos convertirse en espacios para el arte digital, cuando ese mismo arte -en sus más radicales expresiones- parecería llamado a negar al arte mismo, a la noción de objeto artístico y a la institución cultural como tal? ¿Puede la crítica interpretar las nuevas narrativas visuales de las formas artísticas presentes en la red? Estas serían algunas de las interrogantes que dibujan el mapa cultural de nuestro tiempo.
El arte de la cibercultura obliga a replanteamientos en cuanto al papel del espectador y del consumo artístico. Si bien puede pensarse que la interactividad propia del mundo de las computadoras podría llevar a nuevas formas de comunicación con las obras artísticas y conduciría a prácticas en las que la obra es pensada, concluida y recreada por el propio espectador, no es menos cierto que también podría dar pie a un uso pasivo por parte del público, acostumbrado al “zapping” indiscriminado por diversos sitios y recodos de la red.
No obstante, también cabe reconocer los alcances de lo que Alcalá llamó el “espacio de la comunicación”, en el que la relación espacio-temporal entre emisor y receptor está condicionada por “los tres grandes moduladores de comunicación” del presente (el computador, el video y las telecomunicaciones) y cuya interacción redefine el nuevo paisaje cultural de nuestro tiempo:
Estas inéditas situaciones socio-culturales traen como consecuencia directa la necesidad permanente de planteamientos innovadores (o renovadores) en cuanto a la iconografía de los ítem culturales, la globalización cultural, que más bien deberíamos describir como ‘romanización' cultural, para comprender los efectos hegemonizantes de la introducción de estas nuevas tecnologías por la cultura anglosajona, que está utilizando los lenguajes informáticos y todas sus consecuencias tecno-científicas como en su día hizo del latín el imperio romano. Y, por supuesto, un nuevo esquema que organiza de forma inédita el triángulo tradicional ‘creador-obra-espectador' (más propiamente descrito ahora como ‘productor-propuesta-usuario') (Alcalá, 2001: 7)
Pero también estaría el riesgo de una indiferenciación de la obra artística creada mediante procesos de digitalización, con respecto a otras imágenes disponibles en la red. No en vano, críticos de la “era del motor”, de la velocidad y del universo digital como el filósofo francés Paul Virilio, han llamado la atención sobre el carácter meramente instrumental de las imágenes virtuales, parasitarias de las imágenes mentales, las cuales están conduciendo a lo que denominó un “darwinismo de la imagen: las más sofisticadas y las más ‘performantes' amenazan a las otras, a las que pasan por ‘subdesarrolladas'. Se impone una ecología de las imágenes si se las quiere proteger en su diversidad: esto, que vale para la lengua, vale para las imágenes” (Sabbaghi y Tazi, 1998: p. 75).
A ello habría que sumar el reto que supone la conservación, archivo, consumo y apropiación de la obra artística digital, así como el papel de los museos, de la crítica y la curaduría de arte. Alcalá, desde su experiencia en un museo centrado en las experiencias artísticas que tienen lugar en la red y en los nuevos medios digitales, vislumbra del siguiente modo el rol de las instituciones museísticas:
el papel del museo del siglo XXI debe consistir en la difusión del conocimiento, la creación de las estrategias metodológicas y la construcción de los sistemas expertos capaces de transmitir todo este conocimiento como una experiencia intelectiva y sensitiva global. El museo como institución debe empezar a revisar su ubicación dentro del periplo de la tecnociencia y del conocimiento de todas las ramas del saber, provocando un desplazamiento desde la fase final del proceso en la que está ubicado en la actualidad, hacia una fase inicial, con la finalidad de convertir lo que ahora se procura que sea una experiencia sensitivo-perceptiva que refuerce las aspiraciones de usuarios concienciados (herencia de la sociedad romántica que vio nacer los museos), en una semilla germinal del vértigo que nos procura el acceso al conocimiento y al saber científico (Alcalá, 2001: 10)
En cuanto a la presencia de distintas formas culturales latinoamericanas en el ciberespacio, el reto sería imprimirle a las comunicaciones globalizadas y globalizantes un perfil multicultural, lo cual supone luchar contra la brecha tecnológica que separa a las naciones con mayor desarrollo tecnológico y a las de menor proyección en este campo.
De hecho, investigadores latinoamericanos en el ámbito cultural, como Gerardo Mosquera y Néstor García Canclini, abogan por un rescate de lo multicultural como elemento propio del desarrollo de las sociedades contemporáneas, precisamente como camino “para equilibrar el acceso a los bienes heterogéneos e internacionales ofrecidos por la globalización” (García Canclini, 1996: p. 38). Por su parte, Mosquera ha advertido contra una de las herencias propias del eurocentrismo, como es “el mito del valor universal en el arte y el establecimiento de una jerarquía de las obras basada en su ‘universalidad'” (Mosquera, 1993: p. 37).
Pero quizás uno de los desafíos en el uso de Internet radique en el acceso a esta tecnología por parte del grueso de la población, sometida a un empobrecimiento creciente en las últimas décadas. Esta vulnerabilidad y desnivel se reproduce, como lo ha observado García Canclini (1996), en el plano internacional, cuando los países latinoamericanos se encuentran a distancias abismales con relación a las metrópolis en cuanto al uso y aprovechamiento masivo de tecnologías comunicacionales de punta.
En este sentido, bien vale tener presente el llamado de algunos estudiosos de la cibercultura, como Haraway (1985) y Dery (1998) cuando advierten sobre lo engañoso que resulta llevar el entusiasmo tecnológico al terreno del escape o la evasión individual y social. La “velocidad de escape”, aquella con la cual un cuerpo vence la gravedad de la tierra, promesa básica del éxtasis digital y tecnológico, es un canto de sirena:
Las visiones de un ciberéxtasis son una seducción mortal que aleja nuestra atención de la destrucción de la naturaleza, de la descomposición del tejido social y del abismo cada vez mayor entre la élite tecnocrática y la masa con salario mínimo (...) mientras nos precipitamos hacia el tercer milenio, divididos entre el éxtasis tecnológico y la disgregación social, entre el País del Mañana de Disneylandia y Blade Runner, haríamos bien en recordar que, al menos en un futuro próximo, estamos aquí para quedarnos en nuestros cuerpos y en este planeta (Dery, 1998: p. 25)
En este panorama no hay nada definitivo, salvo el cambio. Internet es un mundo ancho y ajeno, para usar el título de Ciro Alegría. La red permite contactos en "tiempo real", creación de comunidades de intereses, apertura de posibilidades artísticas en formato digital, entre otras opciones que amplían exponencialmente nuestro ámbito de experiencia, con los riesgos y posibilidades que ello entraña.
Los millones de sitios de arte digital, electrónico, en la red son apenas la punta del iceberg de un proceso que parece indetenible y que obligará a nuevas visiones y reflexiones sobre el arte mismo y sobre la comunicación, que es igual a decir humanidad.
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[1] Docente y Jefa de la Cátedra de Periodismo Informativo de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Magister Scientiarum en Literatura e investigadora Nivel I del Programa Nacional de Promoción al Investigador (PPI-I). Ha presentado artículos sobre arte, comunicación y cibercultura en publicaciones especializadas y arbitradas. Es autora del libro Hechura de silencio. Una aproximación al Ars Poética de Rafael Cadenas y su trabajo poético ha sido publicado en los libros La jaula de la sibila (2002), Bogares (1998).
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Revista teórica del Departamento de Ciencias de la Comunicación y de la Información
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