Revista F@ro Nº2

Identidades y Sujetos Modernos:
Una Lectura de la Prensa Escrita

José Miguel Labrin 1
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Resumen: El desarrollo de la modernidad no puede dejar de ser visto desde los dispositivos que, durante su trayecto, han sido funcionales para su reproducción. Uno de ellos ha sido el ejercicio del periodismo y en forma particular el despliegue de la prensa escrita como instrumento de la creación de una lógica racional comunicativa. Sin embargo, en el paulatino despliegue de la opinión pública moderna, los sujetos que participan de ella en Occidente fueron construyendo una pragmática identitaria, donde los medios desplazaron progresivamente el ágora, para ya en el reciente siglo ser el espacio de encuentro de las identidades que la modernidad requiere para su propia reproducción.

Palabras clave: Modernidad- periodismo- opinión pública- identidad.

Relacionar la modernidad con la prensa escrita es un ejercicio necesario para dar cuenta del estrecho camino que ambas han recorrido. Desligar la una de la otra significaría, en un primer nivel sacralizar a la primera -quitarle por lo tanto su ubicuidad real y progresiva en el panorama de los cambios sociales de los últimos quinientos años- y a la segunda, situarle en el plano de las artes literarias sin función política, social y/o económica determinada.

Para referirnos a este peculiar vínculo se entrará desde dos vías. Una que habla de los procesos generales que han marcado la historia de Occidente desde el surgimiento del capitalismo, y otra, de etapas históricas, políticas y culturales que han marcado un ideario de proyecto de prensa moderna, instalado a veces al compás de procesos modernizadores; en otros casos, anquilosado, sin posibilidad de afincarse, ni marcar su retirada.

¿Cómo entender entonces la modernidad sin que parezca un término amañado y que aún de cuenta de las perspectivas que sustentan a la prensa actual?

Aunque no exista una síntesis que aglutine esta pretensión, el trabajo de Marshall Berman resulta claro y consecuente. Es que su reflexión en torno a la máxima de Marx "Todo lo sólido se desvanece en el aire" mas allá  de permitir dilucidar las sensaciones de la primera modernidad, se transforma en un eje rector para comprender la concatenación de procesos que han marcado las diversas formas-de-ser occidental (y de visión de mundo, por cierto) en esta última mitad de milenio.

orque la frase de Marx, tal como lo explica Berman reenvía a la idea de una sensibilidad de época donde "ser modernos es encontrarse en un medio ambiente que nos promete aventura, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros mismos y del mundo; pero que al mismo tiempo amenaza con destruir lo que tenemos, lo que sabemos, lo que somos"2. A lo que remite Berman es una experiencia vital que se instala en Occidente producto de una serie de concatenaciones de fenómenos que van desde la pérdida de la fe, el predominio de la razón -y posteriormente de la ciencia y técnica-, hasta la desacralización del poder y de las instituciones.

Por eso, estos elementos se tornan comunes denominadores, donde los fragmentos que maneja la modernidad (y de paso los proyectos modernizadores como intención de relevar el intelecto a la praxis social) se instalan progresivamente, como capas que constituyen un suelo firme donde generar distintas lógicas discursivas que si bien distantes, pueden validarse en un determinado concierto.

En este sentido, Berman apunta a que la modernidad, en el vasto periodo que comprende, puede ser identificada en tres fases importantes. La primera de ellas, que va a principio del siglo XVI a fines del siglo XVIII, donde el común de la gente no entendía lo que les afectaba. La experiencia de la modernidad aparecía en sus vidas como un acto al que había que nombrar, una experiencia surgida de las tinieblas de la incertidumbre, a la que faltaban adjetivos con que calificar. No había tampoco una noción de público ni de comunidad modernas, en la cual poder compartir sus esperanzas y temores: fue la etapa donde la vida cotidiana marcaba el rumbo y toda conceptualización sonaba a algo posterior y poco previsora de lo que en el futuro podría ocurrir.

A continuación, Berman ubica la segunda fase de la modernidad. Se inicia con la gran ola revolucionaria de la década de 1790. La Revolución Francesa trae consigo un gran público moderno, que comparte los devastadores trastornos en todas las dimensiones de la vida personal política y social. Así, prepara al público de los primeros años del siglo de XIX a la función del recuerdo, y al temor de aquellos tiempos previos de una modernidad desembocada, que busca el orden final desde el caos. Allana el camino hacia la reflexión de lo sucedido y la auto reflexión de lo se está viviendo- promoviendo. Según el desarrollo de este siglo, surgen posturas modernistas que buscan la refundación y el nuevo uso de los elementos que explota la modernidad.

La tercera fase, era el entonces inconcluso siglo XX. Para Berman acá el proceso de modernización se abre al mundo, se fragmenta en una multitud de lenguajes e idiomas particularmente privados "La idea de modernidad concebida de manera fragmentaria pierde gran parte de esa vitalidad, resonancia y profundidad, y mucho de su capacidad para organizar y dar un sentido a la vida de la gente".3

Para este autor la modernidad actual no es más que una modernidad que lo sigue siendo sin el contacto con sus propias raíces. Con ello Berman no hace sino recalcar aquellas tesis historiográficas que sitúan la condición moderna al inicio del Renacimiento en los siglos XVI y XVII. Centurias donde se instalan los primeros antecedentes de ideologías de libertad individual y creadora; de fórmulas alquímicas que cruzan la barrera del poder teocrático para iniciar un camino en la formulación de un sujeto dominado por su libre albedrío y liberado del coercitivo tutelaje de Dios, en un marco cultural profundamente trastocado por la revolución Copernicana.4

Es entonces en el siglo XVII donde la modernidad empieza a formular discursos que dan cuenta de la crisis que lleva consigo la modernidad. Se prefiguran aquellas problemáticas que inundarán los próximos dos siglos: la pugna entre certeza y error, el peso de las metodologías analíticas y, ante todo, el punto de inicio, la piedra angular: el legado cartesiano que sitúa a la razón como el articulador de los significados del mundo, incluido Dios.

Pero será sólo con la llegada del siglo de las luces donde empiezan a fundarse los relatos y representaciones que estructurarán al mundo moderno. En él se reunirán aquellas secuelas y las búsquedas solitarias de un legado histórico particular, de inicios y fines, constantemente focalizados en la intención de constituir los lenguajes que permitirán la narración de lo nuevo e insospechado que trae la modernidad. Es lo que la célebre frase de Kant aún resuena como paradigma subyacente a nuestra cultura: "La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad".

¿Pero cuales serían estas búsquedas que construyeron los discursos de la modernidad?

El filósofo alemán Jurgen Habermas pone atención en la investigación de Weber a partir de una de las aseveraciones más recurrentes al hablar de este tema.

Weber caracterizó la modernidad cultural como la separación de la razón sustantiva expresada en la religión y en la metafísica en tres esferas autónomas: ciencia, moralidad y arte que se diferencian porque las visiones de la religión y metafísica se escindieron.5

La re lectura de Weber aclara entonces dos grandes puntos. Reafirma la idea original que antes de fijar una fecha de inicio a la modernidad, ésta responde a la concatenación de cambios sucesivos que la hicieron emerger. Pero a su vez, refleja la búsqueda de nuevos referentes que la fundamenten, tanto para la construcción de identidades modernas, como de un orden político y económico que sostenga esta nueva sociedad.

Siguiendo la línea del argumento presentado, esta visión sitúa a la razón como el elemento rector de la modernidad. Una razón convergente con el mercantilismo del siglo XVI y funcional a los requerimientos de un mercado que, sin vislumbrar sus características posteriores, se consolidaría como una lógica administrativa de las relaciones sociales.

Y esta lógica resultó entonces estratégica. Sólo compartimentalizando, se categoriza y se nombra. Es la aparición de lenguajes al servicio de la razón lo que reinstitucionaliza al mundo, haciendo que éste tenga la propiedad de construirse desde una relación conflictiva entre el presente y el futuro, donde este último ya no se presenta como un destino, sino como un elemento del aquí y ahora, en una precaria inmediatez que tiende a convertirse en pasado y por tanto, recuerdo.

En esta progresiva segmentación del orden societal, Habermas recurre a la idea de las "profesiones culturales" como una de las demandas más claras de la modernidad iluminista. Este tratamiento profesional de la tradición cultural (y que paradójicamente a su vez resultan los enclaves movilizadores) trae a primer plano las estructuras intrínsecas de cada una de las tres dimensiones de la cultura.

Aparecen las estructuras de la racionalidad cognitivo instrumental, de la moral práctica y de la estético expresiva, cada una de ellas sometidas al control de especialistas, que parecen ser más proclives a estas lógicas particulares, que el resto de los hombres. En definitiva "lo que se incorpora a la cultura a través de la reflexión y practicas especializadas no se convierte en necesaria ni inmediatamente en propiedad de la praxis cotidiana",6 sin embargo será el capital básico para la construcción de la noción de lo público.

Nuevamente nos encontramos frente a una de las características de la modernidad que subyacen a la prensa. Es un selecto grupo, aquellos sujetos que formados en la tradición, conocen el presente moderno y son capaces de definir aquello que constituirá la razón pública.

Acá opera también un dispositivo para destruir los cimientos de la tradición: si ésta no es validada por quienes asumen la administración cultural, prontamente será desechada por quienes en la escala inferior viven sometidos al tumulto de avatares que aún los desorientan. Como señala Paul de Man: "La idea de modernidad en todo su poderío encarnó el deseo de suprimir todo cuanto había sucedido antes".7

Esto trae consigo una reflexión de vital importancia para comprender los vínculos entre los fundamentos de la modernidad y la prensa escrita. En primer término, porque se asiste a la asunción de una profesión y un campo disciplinario particular que valida la experiencia moderna. Y en segundo lugar, sitúa los elementos basales de la prensa moderna, es decir, la construcción, desde una elite profesional, de espacios y opinión públicas.

Así, al generar un profesional de la cultura que de cuenta de lo que acontece en torno a la experiencia moderna, es la misma modernidad la que se encarga de generar un sentido de ésta: validar su propia posibilidad de ser, al poner en común visiones de mundo, códigos y vivencias; y superar la contradicción de la modernidad, es decir, la pugna entre un presente que mira hacia al futuro y la necesaria relectura al pasado que fundamenta lo que se espera para el mañana.

Para llegar a esto, la modernidad utiliza progresivamente aquellas "capacidades" que el iluminismo situó al momento de darle a la razón el valor de elemento articulador de mundo posible moderno. La cientifización del conocimiento, que deja de lado las respuestas teológicas y esotéricas, logra generar una fenomenología -especialmente encarnada en la visión husserliana de ella- donde sólo aquello en que la distancia entre el sujeto y el objeto opera, puede entregar un estatus ontológico a ambos. En la separación y con ello, en la ausencia de emociones que turben la razón, el sujeto moderno podrá nombrar y de esta manera, dar un estatus de existencia a lo que está fuera de sí.

En esta lógica es donde se refuerzan nuevamente dos cimientos de la lógica discursiva periodística. En un primer lugar, el desarrollo de un modelo de ejercicio profesional que se basa en la explicación analítica sintética y en segundo orden, en una forma de aproximarse a lo que acontece bajo una actitud nombrante, sospechosa, temerosa de sí misma.

Así, el periodismo se afinca en la modernidad como una vía interpretativa tan válida como otros campos de conocimiento, como las mismas ciencias naturales, extrayendo de ellas un método que lo valida.

El uso de las 6 preguntas básicas, y la narración argumental basada en la formulación de una tesis que debe ser sometida a corroboración o en su defecto, descrédito, a partir de los antecedentes recogidos en el trabajo de campo o "reporteo", son apenas señales de este fundamento.

Es más, los conceptos mismos de imparcialidad y objetividad, que esgrime la prensa liberal que surge en el pasado siglo, representan el caso extremo de esta necesidad de afinar un canal de comunicación masivo que cumpla con los requisitos mínimos de validación que la misma modernidad ha formado para la asunción de un campo disciplinario específico.8

La prensa entonces, al establecerse como disciplina, funda entonces la memoria de la vida cotidiana, donde reside la riqueza la modernidad. Las voces que en ella hablan son las voces de la experiencia moderna, que cancelan la tradición y que dan cuenta de las crisis y consecuentes salidas que ella misma pudo encontrar.

Si seguimos el argumento bermasiano en torno a la modernidad, hay una clara línea que diferencia las distintas etapas en que ésta se ha ido perfilando a lo largo de estos últimos siglos. Este elemento diferenciador lo ocupan los mismos sujetos que han participado de la experiencia moderna y la forma en que éstos han logrado -en distintos estadios- darles una vía explicativa.

Y esto reviste una demarcación también de las posibilidades que tiene la modernidad en su propio seno. Porque quienes participan, hacen de ella su territorio de acción, un límite donde se intersectan todos aquellos elementos que el mismo Berman ha enunciado como "fuentes de la modernidad". 9

Esto implica, por tanto, comprender a la modernidad como un lugar - en -común, que se valida a partir del consenso que genera en determinados estratos culturales y en la conciencia de quienes han sido forjados en esta lógica, es decir, los mismos sujetos. Esto quita a la modernidad su pretensión determinista -hoy tan en boga a partir de la tesis de la globalización y la economía de mercado- y la sitúa como un mundo posible generado a partir de los proyectos modernos que permiten vincular la experiencia vital y cotidiana de los sujetos modernos, con las aspiraciones colectivas fundadas a partir de la adscripción a las visiones de futuro de las elites.

Sin embargo, resulta evidente que tal proceso no está exento de traspiés. Es más, la misma incertidumbre y sensación de pérdida de referentes constantes es la que lo moviliza. Entonces ¿Cómo ha sido la forma en los habitantes de occidente han podido dar cuenta de su propia existencia en una lógica que recursivamente reinterpreta el pasado, a partir de un presente inestable que se fundamenta en un futuro esquivo?

La respuesta resulta ser sólo una salida engañosa: la confianza en algo externo a sí mismo, un patrón único, universal que más allá de cualquier progreso o ensoñación, es inmanente. Es lo innombrable, no por el temor del poder que caiga sobre quien pronuncie las letras ocultas, sino por la conveniencia de encontrar fuera de sí, la postura última que lo justifique en su obrar. Junto al primer abandono de Dios, está el abrazo de la razón. De la mano del alma, se afinca poder totalizante de la ciencia. Frente al temor a sí mismo, se encuentra el elogio a la observación.

Por algo cuando se toma el concepto angular de la identidad en la modernidad, no se puede hacer caso omiso de las variables que han definido la forma de ser en el mundo y que han entregado los distintos ethos modernos que la problematizan. La modernidad encuentra entonces su primer gran escollo no en los referentes que favorecen su perpetuación, sino en la forma en que los sujetos moldean dichas condiciones externas en una construcción identitaria, que al mismo tiempo sea reflejo de lo que está sucediendo en su entorno, pero que le otorgue la legitimación necesaria y la verdad tranquilizadora.

Esta dualidad la encontramos tempranamente. Sin entrar en los fundamentos del Renacimiento ni en la gran crisis que significó el Barroco - el alejamiento de la visión teocéntrica al antropocentrismo, la distancia provocada por la pérdida del referente cristiano a partir del cisma al interior de la misma iglesia y el libre albedrío que movilizó la capacidad descubridora del siglo XVI y que dio pie a la ciencia - dejó al sujeto a merced de su propia conciencia. Una conciencia que, como equilibrio precario, debió fundamentarse en el conocimiento que poco a poco abría su quehacer, en la forma que intervenía el mundo, en las mismas ciudades que iba construyendo.

A su juicio del psicólogo norteamericano John Lyons, antes de la consolidación del iluminismo, los hombres tendían a concebirse a sí mismos como miembros o especimenes de una categoría más general, ya sea ésta la religión, clase u oficio, entre otras. Ni siquiera el espíritu le era de su propiedad: le había sido imbuido por Dios por un periodo transitorio.

Esto se refleja además a la ausencia de la noción de autor en las obras artísticas del medioevo. Al estar al servicio de un esquema identitario mayor, su propia individualidad carecía de sentido: la persona representaba entonces un elemento más de un gran engranaje superior que dotaba a muchos por igual de las herramientas básicas de cómo situarse y generar relaciones donde el yo careciera de sentido práctico o de una utilidad trascendente.

Al afincarse los protocolos estratégicos desplegados por el iluminismo -donde la razón y su imbricación con la observación podían construir discursos donde los sujetos se levantaban contra del "poder divino"- el relato de quienes viven la vorágine de verse enfrentados a un mundo cognoscible por ellos mismos, cambia el eje de su enfoque y se sitúa hacia la explicación logocéntrica de lo vivido.

Así, a partir del siglo XVIII la sensibilidad común comenzó a cambiar, tal como lo atestiguan fuentes tan diversas como los tratados filosóficos, las biografías, las reflexiones personales y los relatos de vagabundos y aventureros.

Sobre estos últimos, Lyons fundamenta su postura. Durante siglos -aduce este investigador- los viajeros narraban lo que se suponían debían contar, ya que hablaban como representantes de todos: las costumbres corruptas de los pueblos descubiertos, las bondades de la creación celestial en otras latitudes, etc.; pero durante el iluminismo la modalidad de los relatos comenzó a cambiar. Los nuevos exploradores -Cook, Boswell, Fitzroy, entre otros- comenzaron a describir lo que les sucedía, con particular detalle de aquello que lo conmovía o lo exaltaba y daban argumentos para justificar todo aquello que les ocurría en este tránsito. "Fue la época cuando la gente comenzó a dar un paseo con el único afán de dar un paseo. Porque el hecho de contemplar el paisaje se convirtió en una afirmación de sí mismo más que en un proceso de aprehender el mundo natural", precisa.10

Este es legado que marca el papel primordial en la constitución del sujeto moderno en los siglos XVII y XVIII. La razón y la observación elevadas al estatus de marco ontológico habían abierto el camino a la concepción del hombre en su capacidad de discernir la verdad y decidir la acción apropiada. Esta concepción del yo inspiró las instituciones democráticas, la fe en el poder de la justicia, el surgimiento de la educación formal y como ya se ha enunciado, la adhesión incuestionable a la ciencia.

No obstante, las identidades de la modernidad al igual que todo este gran trayecto de Occidente, se han enfrentado a crisis, fracturas y por no decirlo, alternativas. Respuestas que intentan desplazar la hegemonía de la razón y situar la construcción de un eje identitario distinto, tan moderno como el anterior. Tal vez, el de mayor relevancia, en tanto permanencia como fuente posible, ha sido la visión romántica del Yo.

Esta, que no se escapa del trayecto marcado por el iluminismo, abre una posibilidad distinta que se basa en la construcción de un concepto centrado en la interioridad oculta, un sustrato que yace bajo la capa superficial de la razón consciente.

En el romanticismo, la razón no será únicamente la científica y saludable mirada newtoniana festejada por Voltaire, sino un itinerario que hiere. Se cimienta la tragedia de la razón, donde ésta es presentada en la angustia y el martirio del sujeto que se enfrenta al mundo como un héroe solitario. El ethos romántico nace entonces percibiendo la modernidad como una escisión entre naturaleza y hombre. Medio ambiente mecanizado, desacralizado y perdido; y el hombre, con una racionalidad inacabada, expectante de su encuentro titubeante entre sí mismo y lo que empieza a nombrar. Se trata de abalanzarse contra un presente desgarrador, que viene a desintegrarse una y otra vez, para recuperar estructuras que lo resguarden, como la nación, la patria y el pueblo.

Será esta lógica la que introducirá una vivencia de lo moderno bifronte, donde las pretensiones totalitarias, omniabarcadoras -la relectura moderna de lo bueno, lo bello y lo verdadero aristotélico-, y al mismo tiempo la desazón y la oscuridad del mismo hombre y de Dios darán cuerpo para que la filosofía y la ciencia política sienten la dialéctica hegeliana, a Marx y por cierto, una mirada del hombre moderno que hasta la fecha acarrea una forma de entender las posiciones identitarias.

Sin duda la compresión romántica del mundo tendió a opacarse por una revalorización de los principios centrales del iluminismo originario, tal vez promovido por los cambios en las estructuras mercantiles y el desarrollo tecnológico que progresivamente la modernidad trajo de lleno al siglo XIX. Como se presentó anteriormente, el lenguaje fundado en el romanticismo, no fue víctima del olvido: quedó como un vestigio perenne en la constitución identitaria de las generaciones posteriores, encarnando discursos que hoy tildamos de valóricos o con una sensibilidad particular11

En este sentido, Kenneth Gergen aclara que "la visión romántica del yo fue desplazada por el auge de la producción en masa y debe habérsela considerado agotada en un mundo donde la realpolitik y la guerra era inminente".12

El eje nodal del cambio de las subjetividades imperantes, será el desarrollo de la filosofía de la ciencia, un campo que llegó a anular las demás disquisiciones en la disciplina, y que consolidó las reglas del conocimiento objetivo que por décadas saturó el quehacer contemporáneo. Era la búsqueda de la liberación definitiva de lo que el mundo tenía de tiránico, erróneo o místico, donde las reglas de la física y de la química se hacían extensibles, por derecho propio, a todas áreas del conocimiento, incluida la percepción del hombre consigo mismo.

El desarrollo de las Ciencias Sociales marca el principal antecedente de la revalorización del iluminismo en el siglo XIX. Gracias al positivismo de Comte, Bacon, entre otros, se estimuló la explicación lógica y sistemática de lo que ocurría en la vida cotidiana. Era la llamada "matemática del comportamiento humano", que Russell esgrimió en uno de sus escritos. Así, los sujetos de esta modernidad debían verse a sí mismos como un elemento más (o en el mejor de los casos, como resultado) de una serie de variables que nombradas, descritas, particularizadas y puestas en juego otorgaban sentido en un engranaje social.

Por lo tanto, si la misma veracidad del hombre y su cultura podía someterse bajo reglas del dominio científico, dependía de la forma en que ésta fuese estructurada, el beneficio o desperdicio posterior. Esto agregó una particular sensación de progreso infinito ya entrado el siglo XX: si la ciencia generaba conocimiento y partir de él, daba por resultado los loables avances tecnológicos, el hombre debía remitirse a esta relación causa/efecto, y compartir esperanzado que el fruto material se tradujera en un nuevo orden tanto para sí mismo -como nuevo sujeto moderno- como de una sociedad que lo limitase. Gracias a estos fundamentos de la razón cientifizante, las utopías parecían al alcance de la mano.

¿Pero que relación podrían tener todas estas formas de entender la experiencia cotidiana con la prensa escrita moderna?
En primer lugar resulta importante pues se le entregó a los medios de comunicación y fundamentalmente a los medios escritos, un estatus de relevancia social que nunca antes en la historia de su desarrollo habían tenido. Se convirtieron en agentes de socialización que debían responder a la construcción de sujetos compatibles con el sistema imperante, especialmente en el contexto de las sociedades democráticas liberales de los siglos XIX y XX.

La prensa adquirió entonces una posición social determinada y por cierto una valoración como tal, más aun a partir de su desarrollo hacia una prensa de perfil más publicístico económico y menos partidista. En esta forma de entender la experiencia de modernidad (desde una racionalidad económica) es donde la prensa adquiere un cierto grado de autonomía ontológica y fija por primera vez tanto los estilos como los contenidos que en ella deban desarrollarse.

Así, la prensa escrita logró perfilarse como una elemento dinamizador de los sujetos que participaban de esta modernidad.

Sea cual sea el perfil que hayan adoptado los medios escritos en este último siglo -sensacionalista, partidista, de responsabilidad social, entre otros- transversalmente logró desplazar a otros lugares donde se producía la construcción identitaria (espacios públicos, plazas, centros de reunión, etc.) al mismo tiempo que se hacía parte de otros, como la escuela, a través del concepto liberal de la información como educación. Pudo insertarse, asimismo, en la vida cotidiana como la principal forma de acceder al conocimiento exterior, ya sea desde lo comunitario local, hasta aquellos ámbitos nacionales o internacionales.

La prensa escrita tal como hoy la vemos, se funda entonces en la relación bidireccional de forjar identidades que estén al corriente de la forma de ser en el mundo imperante, y considerar como partícipes de ella (y por lo tanto constructores del medio) a los sujetos gestados en esta visión modernista.

Progresivamente la prensa generó un modos operandi funcional a los requerimientos que la experiencia moderna imponía, algo que terminó constituyendo una imagen de lo público que hoy heredamos.

Referencias bibliográficas

BERMAN, MARSHALL, (1993): "Un Brindis Por la Modernidad", en El debate Modernidad Posmodernidad, Buenos Aires, el cielo por asalto.

HABERMAS, J. (1995): "Modernidad: Un proyecto Inconcluso" en El debate Modernidad Posmodernidad, Buenos Aires, el cielo por asalto.

LYONS, JOHN (1978): The Invention of The Self, Southern Illinois University Press, 1978.

GERGEN, KENNETH (1995): El yo Saturado, Barcelona, Paidós.


Notas

1 Periodista, Licenciado en Comunicación Social. Magister(c) en Antropología y Desarrollo. Profesor de la Universidad Mayor Sede Regional de Temuco y del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile.

2 Berman, Marshall, "Un Brindis Por la Modernidad", en "El debate Modernidad Posmodernidad", Ediciones El Cielo Por Asalto, Buenos Aires, Argentina, 1993.

3 La caracterización que realiza Berman coincide con las justificaciones posmodernistas sobre la sociedad contemporánea. Las distinciones al respecto serán consideradas en el apartado referente a la crisis de la modernidad.

4 La construcción de identidad y por lo tanto, la prefiguración de los distintos sujetos, será tratada más delante de modo de presentar la relación entre este elemento, la conformación de la noción de público y finalmente, con el desarrollo y afianzamiento social del periodismo.

5 HABERMAS, J. "Modernidad: Un proyecto Inconcluso" en "El Debate Modernidad Posmodernidad", Ediciones el Cielo Por Asalto, 5° Edición 1995, Buenos Aires, Argentina. , p. 137.

6 Habermas, J. "Modernidad: Un proyecto Inconcluso" en "El Debate Modernidad Posmodernidad", Ediciones el Cielo Por Asalto, 5° Edición, 1995, Buenos Aires, Argentina, pág. 131

7 Citado en Berman, Marshall, "All That's solid...", Op Cit, pág 331.

8 El proceso que ha llevado a la prensa escrita a recuperar la visión iluminista y con ella, la pretensión cientifizante está presente en la discusión que se presentará posteriormente sobre la construcción de lo público en la modernidad, por considerar el desarrollo histórico de la prensa escrita más relevante en este punto. Esto no excluye, entonces, una posterior discusión referente a la tardía aparición del uso de estas categorías y en particular del método científico en la prensa.

9 Berman aclara que durante estos quinientos años de modernidad, han existido distintos elementos claves para la conformación tanto de la experiencia moderna, como de los mismos sujetos que de ella participan. Son las que él llama " "fuentes de la vida moderna", de donde se alimentarían intercaladamente no sólo esta experiencia en sí misma, sino también los procesos que de ella se derivan como los conceptos de modernización y modernismo.

La primera de ellas corresponde a los grandes descubrimientos físicos, que cambian nuestras imágenes del mundo y nuestra posición en torno a él. En segundo orden, la industrialización de la producción, que transforma el conocimiento científico en tecnología, crea nuevos medios humanos y destruye los viejos, acelera el ritmo de vida, genera nuevas formas de orden jurídico y lucha de clases. Posteriormente, resalta los trastornos demográficos, que separan a millones de personas de sus hábitats originales y los insertan en un mundo donde deben conseguirse su propia vida. Con esto deriva el desarrollo de las grandes urbes y a su vez, el desarrollo de los medios masivos de comunicación que envuelven y unen a las sociedades y gentes más diversas.

Posteriormente, cita los estados nacionales poderosos, en pugna por conquistar o mantener sus áreas de influencia o dominios. Están también los movimientos sociales que desafían a los gobiernos y a las economías en la búsqueda de un control de sus vidas, y, finalmente, el desarrollo de un mercado mundial capitalista.

10 Lyons, John. The Invention of The Self, Southern Illinois University Press, 1978. Pag 157.

11 Una sugerente explicación sobre la presencia contemporánea de la visión romántica del yo, la presenta Kenneth Gergen al analizar los argumentos en casos de conflicto marital, donde a su juicio determinadas personas recurren en un mayor número de ocasiones a posiciones basadas en el amor incondicional, la solidaridad, la entrega, entre otros. Asimismo, para este autor, el lenguaje iluminista y particularmente, lo que él denomina como voces modernistas, se entroncan con la relación costo beneficio, la rentabilidad y la comprobación empírica de los hechos.
12 Gergen, Kenneth, "Él Yo Saturado", Paidós Contextos, Barcelona, España. Página 51.


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