Monográfico - Revista F@ro Nº 11

Biopolítica, incomunicación y políticas de los archivos de las memorias.

Víctor Silva Echeto
vsilva@upla.cl
Universidad de Playa Ancha (Valparaíso, Chile)
CONICYT- Chile (Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica)

Recibido: 22 de junio de 2010
Aprobado: 12 de julio de 2010

Resumen

El texto realiza un recorrido por el debate inicial sobre la biopolítica emprendido por Michel Foucault en uno de sus cursos en Collège de France, y continúa con la multiplicación de posibilidades teóricas que brindan los conceptos de archivo, testimonios, políticas de la memoria y testigos, proponiendo, a partir de ellos, teorías y metodologías para plantearse una mirada crítica, desde la biopolítica, sobre la postdictadura en Chile.

Palabras clave: Biopolítica / archivos / políticas de la memoria / testigos / testimonios.

Abstract

The text takes a journey through the initial discussion on biopolitics undertaken by Michel Foucault in one of his courses at Collège de France, and continues with the proliferation of theoretical possibilities offered by the concept of files, accounts, policies of memory and witnesses, proposing, from them, theories and methodologies for considering a critical look from biopolitics on the post-dictatorship in Chile.

Key words: Biopolitics / archives / politics of memory / witness / testimony.

1. En los inicios la pregunta básica…

Hay diversos acercamientos a los conceptos de biopoder y de biopolítica en Michel Foucault. Múltiples formas de involucrarse a un planteamiento como el de Foucault, atravesado por las dudas, las autolecturas y las autorreflexiones sobre su propia obra, las que nos muestran una “caja de herramientas” (Foucault, 1992) en movimiento, dinámica y cambiante.

Desde sus iniciales arqueologías sobre la locura, la medicalización, las ciencias humanas hasta sus últimos cursos en el Collège de France, el concepto de vida atraviesa transversalmente la investigación emprendida por el pensador francés.

Paralelamente, también, se le plantean intentos de superación y de actualización, considerando las transformaciones que se producen en los cruces generados entre el arte, la estética, la comunicación e incomunicación,  la política o lo político y la epistemología. Una de las tentativas más destacables, al respecto, es la de Donna Haraway (1991: pp. 364- 365) quien complementa la idea de biopolítica con la de cyborg, considerando que este último, “es un constructo heterogéneo y contestado capaz de apoyar proyectos opositivos y liberadores en los niveles de la práctica investigadora, de las producciones culturales y de la intervención política”. Finalmente, se encuentra la problematización interrogativa de sí es posible la dimensión biopolítica, con el riesgo de que “la palabra biopolítica” termine “siendo un término impreciso y a ratos –meramente- instrumental dentro de las modas académicas o las transacciones teóricas” (Ossa, 2010: 14).

Foucault era consciente de esas transformaciones y problemáticas e iniciaba el curso Defender la sociedad, con la pregunta: “¿Qué es un curso?”  Frente a esa interrogante, realizaba un balance sobre las investigaciones anteriores efectuadas y los cursos que las motivaron, considerando que el trabajo que presentó en años anteriores, tuvo “ese aspecto a la vez fragmentario, repetitivo y discontinuo” lo que se correspondía “con claridad a algo” que se le podría “llamar una ‘pereza' febril, la que afecta el carácter de los enamorados de las bibliotecas, los documentos, las referencias, las escrituras polvorientas”, los textos que jamás se leen, “los libros que, apenas impresos, se cierran y duermen luego en los anaqueles de los que son sacados siglos después” (Foucault, 2000: p. 18). No obstante, Foucault justificaba las investigaciones realizadas, afirmando que se correspondía con cierta época, las décadas de los '60 y de los ‘70, “un período en el que se pueden advertir dos fenómenos que fueron, si no verdaderamente importantes, al menos, me parece bastante interesantes”. Por una parte, un período que se “caracterizó” por la “eficacia de las ofensivas dispersas y discontinuas”. Por otra parte, los retornos de los saberes, de los conocimientos “locales” y sometidos (Foucault, 2000: pp. 20- 21).

Esos saberes, llamados locales por Foucault,  en términos de Deleuze y Guattari, se podrían denominar minoritarios. Esos conocimientos locales y minoritarios que conforman “la caja de herramientas” no hay que confundirlos –como hacen algunas lecturas - con un cierto empirismo funcionalista, obtuso, ingenuo o necio, “y tampoco eclecticismo blando, oportunismo, permeabilidad a cualquier empresa teórica, ni ascetismo un poco voluntario, reducido a la mayor magrura teórica posible”. En cambio, pueden inscribirse en la caja de herramientas que lleva a la práctica la teoría como una forma de transformación, subversión, trasgresión y puesta al límite de las epistemes sobre las que se construyen los edificios de las modernidades (prematuras y tardías), con sus representaciones, cuerpos e ideologías[1].

1. 1 . "Introducción a la vida no fascista".

Lo que indica ese devenir minoritario “es una especie de producción teórica autónoma, no centralizada, vale decir, que no necesita, para establecer su validez, el visado de un régimen común” (Foucault, 2000: p. 20). No requiere, al respecto, el paraguas protector de ninguna teoría envolvente o global. Uno de los ejemplos de esos saberes minoritarios o locales que cita Foucault en el curso mencionado, y que se corresponde con el final de las décadas mencionadas, es el  “texto acontecimiento” contra-hermenéutico, titulado El Antiedipo: capitalismo y esquizofrenia[2].

Foucault, en un prólogo a la edición inglesa del texto- acontecimiento El Anti-Edipo, lo  califica como “una introducción a la vida no fascista”. Indica, además, que “durante los años 1945- 1965” en Europa, “había una cierta manera correcta de pensar, un cierto estilo de discurso político, una cierta ética del intelectual” (Foucault, 1994: p. 88). Era “necesario tutearse con Marx, no dejar que los propios sueños vagabundearan demasiado lejos de Freud, y tratar los sistemas de signos –el significante- con el mayor respeto”. Tales “eran las tres condiciones que hacían aceptable esa ocupación singular que es el hecho de escribir y de enunciar una parte de verdad sobre sí mismo y sobre su época” (Foucault, 1994: p. 88). Entonces, Michel Foucault para enfrentarse a la jerarquización científica “del conocimiento y sus efectos de poder intrínsecos”, diseña ese proyecto genealógico y arqueológico sobre la biopolítica o sobre el arte de la vida,  un plan en “desorden”, como el mismo lo califica, motivado por un programa discontinuo.

La arqueología es el método que propone –desde sus primeros escritos- para el análisis de esas formaciones discursivas minoritarias y la genealogía “la táctica que, a partir de esas discursividades, pone en juego los saberes liberados del sometimiento que se desprenden de ellas”. En resumen, con esas palabras, intenta, más de una década después de iniciado su programa con La historia de la locura en la época clásica, en las décadas de los '70 restituir el proyecto en su conjunto, lo que no deja de ser una paradoja si su obra, justamente,  se caracteriza por la discontinuidad.

1. 2. La pasión del archivista más que el deseo táctico del genealogista.

Otro aspecto que no deja de llamar la atención, es que Foucault asume, en ese curso- balance sobre su obra, esa relación entre táctica y estrategia, cuando en muchos de sus escritos, paradójicamente, se observa la pasión del archivista más que la radical táctica de subversión llevada adelante por el genealogista.

Es de esa forma que Jacques Derrida (1989), refiriéndose a la Historia de la locura en la época clásica, realiza una aguda crítica al proyecto arqueológico foucaultiano. En un momento sostiene: “Sin duda, no puede escribirse una historia, o incluso una arqueología contra la razón, pues a pesar de las apariencias, el concepto de historia ha sido siempre un concepto racional (…) Una escritura que excediera, para cuestionarlos, los valores de origen, de razón, de historia, no podría dejarse encerrar en la clausura metafísica de una arqueología” (Derrida, 1989: p. 55). No obstante, como Foucault “es el primero en tener conciencia, y consciencia muy aguda, de esta apuesta y de la necesidad de hablar (…) aunque sea al precio de una guerra declarada del lenguaje de la razón contra sí misma”, emprende “la arqueología” de un silencio. Foucault, por lo tanto, reconoce la necesidad de mantener un discurso “sin apoyo en lo absoluto de una razón o de un logos” (Derrida, 1989: p. 55). Décadas después, Carlo Ginzburg (2008: p. 17), se apoya en estas críticas de Derrida, para sostener: “De tal forma que el ambicioso proyecto foucaultiano de una archéologie du silence se ha transformado en un silencio puro y simple, eventualmente acompañado de una muda contemplación estetizante”.

Sin embargo, más allá de esas críticas, la pregunta sería como formular un proyecto estratégico- táctico, en el contexto de la crítica biopolitica, que involucre un cuestionamiento radical a las formas de “normalización” estetizada que adquieren las máquinas de visión en la postdictadura, en este caso, en Chile. Es decir, más que un análisis de los “estados de sitios” y de “excepción” inaugurados por la dictadura y la transición que se inició el 11 de septiembre de 1973, ampliamente analizados en investigaciones, textos y seminarios, con esa primera imagen estetizada del fascismo bombardeando la moneda, el interés de este texto es interrogar la generalización de los “estados de excepción” que se produjeron en la postdictadura y que desembocaron en el triunfo electoral de Sebastián Piñera y de la coalición de derechas en enero de 2010. Esto es, se pasó de la excepción de lo estético a la generalización de un estado estético, como estetización de la biopolítica. Cabe decir, que este texto, es un acercamiento a una investigación que se encuentra en marcha, y, en ese contexto, se adelantarán algunas claves conceptuales y se formularán algunos ejemplos, sin entrar, todavía, en un análisis concreto en profundidad, lo que se realizará en textos posteriores.

2. Desde la biopolítica: la crítica al estado estético.

La crítica al estado estético, emprendida, entre otros, por Walter Benjamin[3], Paul de Man y Terry Eagleton, apunta, más que a Kant, a Schiller, quien, de acuerdo a la interpretación demaniana, al no tener interés por el proyecto crítico, antropologiza, humaniza y psicologiza a Kant (De Man, 1998). Lo sublime kantiano se idealiza y todo el proyecto se transforma en un “estado estético”, como sinónimo de un estado dominado por la armonía. Así, la extensión ilimitada de lo estético llega hasta la “estetización de la política”. Desde ahí, se puede plantear la idea del estado estético que llevó a la práctica el fascismo, fundamentalmente con la figura de Goebbels, pero, también, con los registros postmediáticos sobre la visibilidad e invisibilidad de las memorias, reducidas a un espectáculo de lo visual estetizado. Llegados a este punto, nos encontramos con la crítica benjaminiana y con sus enigmas, ya que en ese proyecto aparece la figura espectral del fascismo. También, con las lecturas emprendidas por Eduardo Subirats (1997), quien establece una línea de convergencia entre la práctica estetizada del fascismo y la radicalización estética postmoderna.

Con la lectura sobre Schiller, que realizan De Man o Eagleton, sin embargo, discreparán, entre otros, Habermas, Josef Chytry, y asumiendo la postura de ambos, Martin Jay. Para este último, el “legado” de Schiller “fue lo suficientemente flexible para sancionar una variedad de Estados estéticos, algunos más compasivos que otros” (Jay, 2003: p. 159).

2. 1.  Estado de excepción, estado estético y postdictadura.

“(…) la declaración del estado de excepción ha sido sustituida
de forma progresiva por una generalización sin precedentes
del paradigma de la seguridad como técnica normal de gobierno”
Giorgio Agamben.

La propuesta de esta investigación, es vincular las nociones de biopolítica y archivo, como claves fundamentales para pensar las políticas de la memoria en la posdictadura en Chile, siguiendo un derrotero trazado por un primer Foucault, una segunda etapa de Jacques Derrida y un tardío Giorgio Agamben. Este último en Estado de excepción, asume la inversión benjaminiana de que los “estados de excepción” se han convertido en la regla, considerando que “éste no sólo se presenta cada vez más como una técnica de gobierno, sino que deja también aparecer a plena luz su naturaleza de paradigma constitutivo del orden jurídico” (Agamben, 2003: p. 17). Así, con los estados modernos “el estado de necesidad tiende a ser incluido en el orden jurídico y a presentarse como un auténtico ‘estado' de la ley” (Agamben, 2003: p. 43).

Refiriéndose a otra de las traducciones publicadas al español del texto de Agamben, sobre el estado de excepción, Federico Galande (2009: p. 35) indica sobre el correctivo, vía Benjamin, que Agamben le realiza a Foucault: si éste último “ha avanzado exponiendo el modo en que el sujeto es un ‘efecto' de los dispositivos de poder que lo insertan en una red o malla (la malla o la red del derecho), no ha avanzado lo suficiente en lo que supone la ‘desarticulación del real humano'”. Es sobre la base de esta “desarticulación” (separación benjaminiana entre “mera vida” y “alma viviente”) que se “constituye el análisis del ‘estado de excepción'”.

En el caso de Chile, si la dictadura inaugura uno de los tantos modernismos económicos y estético- mediáticos, la postdictadura radicaliza ese “estado de excepción” biopolítico. No obstante, dos rostros de Jano presentó, inicialmente,  la dictadura cívico- militar, y, posteriormente, la postdictadura que desemboca en el triunfo de la derecha en las elecciones de enero de 2010: por un lado el rostro neomedieval de la tortura y su encarnizada obsesión por la destrucción de los cuerpos, es decir, la de la separación entre la vigilancia y el castigo, privilegiando esta segunda. Y, paralela y paradójicamente, por el otro, el rostro postmoderno y tardomoderno, de la extensión ilimitada de lo mediático, del postespectáculo y del show permanente, mezclado, con la modernización económica y técnica. En este segundo rostro, aparece la conjugación sintagmática entre vigilancia y castigo, donde lo visible se asume desde la radicalidad del postespectáculo televisivo. Las cámaras de vigilancia abaten los ojos nublados de los/las chilenos/as que no ven más allá de la superficie plana de la pantalla.

Es, por ello, que el archivo, en este momento, adquiere toda su densidad como paradójico “mal”, donde el “arkhé” guarda y desecha, “documentaliza” y descarta. Al respecto, Jacques Derrida (1997: s/p) se pregunta: “¿por qué reelaborar hoy día un concepto del archivo? ¿En una sola y misma configuración, a la vez técnica y política, ética y jurídica?” Entre los intentos de intervenir esa pregunta con deconstrucciones posibles, Derrida indica que habría que considerar que los desastres que marcan el fin de milenio y el inicio del siglo XXI, son archivos del mal: “disimulados o destruidos, prohibidos, desviados, ‘reprimidos'”.

Es decir, hay que considerar su tratamiento tanto masivo como refinado, así como sus manipulaciones privadas o secretas, porque “nunca se renuncia, es el inconsciente mismo, a apropiarse de un poder sobre el documento, sobre su posesión, su retención o su interpretación” (Derrida, 1997). A la primera pregunta se le suman otras: “¿mas a quién compete en última instancia la autoridad sobre la institución del archivo? ¿Cómo responder de las relaciones entre memorándum, el indicio, la prueba y el testimonio?”.

En este último punto, Giorgio Agamben se plantea, también, esa relación de conflicto entre el archivo y el testimonio: “en oposición al archivo, que designa el sistema de las relaciones entre lo no dicho y lo dicho, llamamos testimonio al sistema de las relaciones entre el dentro y el fuera de la langue, entre lo decible y lo no decible en toda lengua; o sea, entre una potencia de decir y su existencia, entre una posibilidad y una imposibilidad de decir” (Agamben, 2003: pp. 151- 152).

No obstante, antes que Derrida o Agamben, Michel Foucault (1996, primera edición 1970), se refiere al archivo en su propuesta arqueológica, conceptualizándolo desde la polémica noción de a priori histórico. Así las cosas, Foucault, comienza definiendo más que la condición de validez de una formación discursiva (conformada por enunciados), el papel de lo que él llama un a priori histórico. “Yuxtapuestos esos dos términos hacen un efecto un tanto detonante: entiendo designar con ello un a priori que sería no condición de validez para unos juicios, sino condición de realidad para unos enunciados” (Foucault, 1996: pp. 215- 216). Por lo tanto, “no se trata de descubrir lo que podría legitimar una aserción, sino de liberar las condiciones de emergencia de los enunciados, la ley de su coexistencia con otros, la forma específica de su modo de ser”, los principios según los cuáles subsisten, se transforman y desaparecen. No, un a priori de las verdades que no podrían ser jamás dichas, ni dadas a la experiencia, “sino de una historia que está dada, ya que es la de las cosas efectivamente dichas”.

Foucault utiliza este término tan polémico, porque “este a priori debe dar cuenta de los enunciados en su dispersión, en todas las grietas abiertas por su no coherencia, en su encaballamiento y su remplazamiento recíproco, en su simultaneidad que no es unificable” y en su “sucesión que no es deducible”. En definitiva, “ha de dar cuenta del hecho de que el discurso no tiene únicamente un sentido o una verdad, sino una historia, y una historia específica que no lo lleva a depender de las leyes de un devenir ajeno”.

El a priori se caracteriza por un conjunto de prácticas discursivas y él mismo es un conjunto transformable. Foucault propone llamar archivo a esos sistemas de enunciados, que, por una parte, conforman acontecimientos,  y, por la otra, cosas. Por archivo no entiende “la suma de todos los textos que una cultura ha guardado en su poder como documentos de su propio pasado”, o “como testimonio de su identidad mantenida”; no lo entiende tampoco por “las instituciones que, en una sociedad determinada, permiten registrar y conservar los discursos cuya memoria se quiere guardar y cuya libre disposición se quiere mantener” (Foucault, 1996: p. 219).

Más bien, es por el contrario, el sistema de la discursividad, las posibilidades y las imposibilidades enunciativas que éste dispone. “El archivo es en primer lugar la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares”. El archivo “es el sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados” (Foucault, 1996: p. 221). Su análisis, además, comporta una región privilegiada: a la vez próxima a nosotros, pero diferente de nuestra actualidad, es la orla del tiempo que rodea nuestro presente, que se cierne sobre él y que lo indica en su alteridad; es lo que, fuera de nosotros, nos delimita” (Foucault, 1996: p.222).  

En resumen, mientras la constitución del archivo, de acuerdo al planteamiento de Foucault (1996), deja al sujeto al margen, reducido a una función o posibilidad vacía, “la cuestión decisiva” en el testimonio, para Agamben, “es el puesto vacío del sujeto” (Agamben, 2003: p. 152).

Esa búsqueda del sujeto, que también, intentan formularse otros teóricos como Alain Badiou (2009), es un sujeto diferente al sujeto psicológico, sujeto reflexivo (en el sentido de Descartes) o del sujeto trascendental (en el sentido de Kant).

La propuesta que formulo en esta investigación, en definitiva, es vincular el testimonio a la deconstrucción de la cita, de la iterabilidad, de la extranjera voz del afuera y del acontecimiento, en un programa que problematice, desde la biopolítica, las políticas de la memoria.

Volviendo a Agamben (2003: p. 153) y a su intento de demarcarse de cierta fenomenología, hay que considerar que: “el testimonio es una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia de decir, y una imposibilidad que cobra existencia a través de una posibilidad de hablar”. Estos dos “movimientos no pueden identificarse ni en un sujeto ni en una conciencia, ni separarse en dos sustancias incomunicables. El testimonio es esta intimidad indivisible”.

Otra pregunta que surge es como analizar la tensión entre archivo y memoria, y a todas aquellas reducciones en las que se ingresa con frecuencia: en especial la experiencia de la memoria y el retorno al origen, mas también lo arcaico y lo arqueológico, el recuerdo lo excavación, en resumidas cuentas la búsqueda del tiempo perdido. “Exterioridad de un lugar, puesta en obra topográfica de una técnica de consignación, constitución de una instancia y de un lugar de autoridad (el arconte, el arkheîon, es decir, frecuentemente el Estado, e incluso un Estado patriárquico o fratriárquico), tal sería la condición del archivo”. Y otras preguntas más urgentes: “¿Cómo hablar de una ‘comunicación de los archivos' sin tratar primeramente del archivo de los medios de comunicación” y de las tecnologías postmediáticas? Mal de archivo, entonces, recuerda “sin duda a un síntoma, un sufrimiento, una pasión: el archivo del mal, mas también aquello que arruina, deporta o arrastra incluso el principio de archivo, a saber, el mal radical”. Se “alza entonces infinita, fuera de proporción, siempre pendiente, ‘pudiéndole el (mal de archivo)', la espera sin horizonte de espera, la impaciencia absoluto de un deseo de memoria” (Derrida, 1997: s/p).
Ese deseo de memoria, de políticas de la memoria, se enfrenta a los arcontes de la memoria de mercado, de la estética neofascista de la visibilidad e invisibilidad de las pantallas televisivas que –como vidriería de los centros comerciales- muestran menos que lo que ocultan. También, a las memorias petrificadas en museos y en patrimonios, en instituciones que intentan representar el pasado como ruinas o glorias, pero que no conciben la capacidad irrepresentable de los diversos tiempos que son tensionados por la acción performativa de un cuerpo no teatralizado. Es decir, más que el teatro del pasado, lo que debería asumirse es la performance del conflicto y del disenso de los diferentes tiempos que se cruzan.

El marco del cuadro (ergon) nos lo exponen, considerando que no hay nada más allá del marco (párergon)[4], aunque en el afuera del cuadro estén todos/as aquellos/as que no ingresan en la pantalla televisiva y que, por lo tanto, solo pueden ser objeto de metáforas y metonimias: “de color”, “avanzada de migrantes”, “antisocial”, “caos”, “reo”, “discapacitado”… Entonces, la retirada de la metáfora, es el agotamiento de una poética estetizante de lo político que agota el archivo (y el deseo de la memoria) al reducirla a memorándums, actas, actos, visibilidades, pero, paralelamente, oculta otros múltiples rostros.

Los desaparecidos contemporáneos, deambulan como el padre de Hamlet, transformados en fantasmas, espectros sin rostros que –por el efecto visera- ven sin ser vistos. Esos desaparecidos tienen su imagen radicalizada en los familiares de detenidos- desaparecidos que son doblemente espectrales y fantasmagóricos. Cuando murió Pinochet fueron ocultados, desaparecidos, ignorados, ya que para el poder binario, dada su condición de entres, intersticios, no les correspondía ocupar un lugar, que sólo estaba reservado para quienes festejaban o lloraban. La única dignidad ese día fue el gesto con el deseo de la memoria del nieto de Carlos Prat.

Es, en resumen, la política –aunque se muestre como no política- de la postdictadura, inaugurada por “la alianza” estratégica entre la concertación y la alianza, la estética neofascista que transforma a la política en un discurso sin profundidad ni contenido, tan plano y superficial como la pantalla televisiva que le sirve de apoyo. Por lo tanto, no hay que transformarse en el personaje de Horacio de Hamlet que, al iniciarse la obra, siente el pavor y el asombro por la sombra del rey Hamlet, y, frente a ese hecho, indica tembloroso y libido: “juro a Dios que nunca tal creyera sin el testimonio fiel de mis propios ojos”. Unas estéticas “postmediáticas” que insisten –performativamente- con la desaparición, la negación y las políticas de consenso que funcionan por exclusión e inclusión desde el “racismo” de Estado. En palabras de Foucault: “fue el surgimiento del biopoder lo que inscribió el racismo en los mecanismos del Estado” (2000: p. 230).

A modo de conclusiones

Así, la estetización del poder que se visibiliza en las pantallas televisivas, invisibiliza otras visiones plurales, unas miradas de rupturas  que fracturan los consensos desde los disensos de lo político. El acontecimiento, por tanto, se instala y da vueltas entre los sentidos y sinsentidos de las rupturas que aparecen y (des) aparecen desde los cuerpos sin órganos que desestabilizan los cuerpos llenos de la política neofascista que con “golpes” mediáticos y seudocumentos, hablan desde los “estados de excepción” que se transforman en las reglas. Pero los cuerpos sin órganos se resisten: “Los cuerpos se mezclan, todo se mezcla en una especie de canibalismo que junta el alimento y el excremento. Hasta las palabras se comen”, dice Gilles Deleuze (1996: p.37). En definitiva retomo la propuesta de Michel Foucault, cuando concibe que un “arte de vivir”, contrario a todas las formas de fascismos, implica, entre otras cosas, que no se exija que la política restablezca “los ‘derechos' del individuo tal como la filosofía los ha definido. El individuo es el producto del poder. Lo que se necesita es ‘des-invidividualizar' por medio de la multiplicación y el desplazamiento, la disposición de combinaciones diferentes. El grupo no debe ser el vínculo orgánico que una individuos jerarquizados, sin un generador constante de ‘des-individualización'”. Por tanto, “no os enamoréis del poder”.

Es Mnemosyne la que retorna, la musa de todas las musas, la que crea un pueblo que falta. En Chile esa carencia se radicaliza, con el triunfo en las elecciones de la alianza de centro- derecha, y la parálisis que el terremoto agravó. Fue, en resumen, un sismo que combinó el tembloroso desplazamiento de la geografía con el del devenir: “La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus tradiciones y renuncias (…) Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir- revolucionario” (Deleuze, 1996: p. 15)

En Chile, después de casi 37 años de dictadura cívico- militar y de alianzas concertadas entre la alianza y la concertación, falta imaginarse ese “pueblo” que se está por crear,  fabular con ese pueblo menor, con ese devenir que concibe la revolución instalándose en la región menos representativa y más performativa que, al crear un nuevo lenguaje, fabula con la teoría que interviene en la práctica política.

Referencias Bibliográficas

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Žižek, Slavoj (2006): Órganos sin cuerpos. Sobre Deleuze y consecuencias. Valencia, Pre-textos.

Notas

[1] Parece extraño referirse a la ideología en un texto sobre Foucault, ya que este pensador francés, por lo menos desde Las palabras y las cosas, emprende una crítica radical contra la ideología. En algunos momentos, como en ese libro mencionado, alojándola en la época clásica y no trasladándola a la modernidad. En otras, confrontando a la ideología con la política del cuerpo. Sin embargo, me parece pertinente complicar la noción de ideología, en el seno del pensamiento foucaultiano y de otros pensadores posteriores, tal como lo hago en Ideología y estética en Walter Benjamin: incomunicación y destrucción de la experiencia en los tiempos contemporáneos (Silva, 2010).

[2] Recientemente han surgido lecturas críticas sobre la producción de Deleuze y Guattari, muy diferentes a la entusiasta recepción que tuvo el Anti- Edipo, para pensadores, como por ejemplo Michel Foucault. Así, Slavoj Žižek (2006: 38), escribe: la serie Lógica del sentido “debe distinguirse de la que Deleuze escribió en colaboración con Félix Guattari, y hay que lamentar que la recepción anglosajona de Deleuze (y también su impacto político) haya sido predominantemente la de un Deleuze ‘guattarizado'. Es de importancia crucial señalar que ni uno sólo de los textos propios de Deleuze es, de ninguna manera, directamente político. Deleuze ‘en sí mismo' es un autor muy elitista, indiferente a la política. Así, pues la única pregunta filosófica importante que cabe formularse es: ¿Qué atolladero intrínseco llevó a Deleuze a volverse hacia Guattari? ¿No es el Anti- Edipo, probablemente su peor libro, el resultado de la huida de una atolladero vía una solución ‘plana' simplificada?” No estoy de acuerdo con el pensador esloveno, quien realiza una lectura sobre Deleuze similar a la de Badiou, sino que considero que los textos de Deleuze forman parte de la crítica política que se inicia en los '60, y tiene sus puntos claves en los debates con los maos u otros receptores políticos. También, esto queda demostrado en las deleuzianas series sobre la historia de la filosofía o sus posteriores textos sobre cine, literatura o los pensadores minoritarios. ¿Solamente que a estos pensadores no se los considerase políticos? Paralelamente, hay que citar, el interés de Deleuze por realizar una lectura política de Spinoza y, no tanto religiosa, como queda demostrado en las lecturas posteriores de Deleuze- Spinoza realizadas por Negri.

[3] Al finalizar La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin se refiere a la estetización de la política llevada adelante por el fascismo, contrarrestándola con la politización del arte que sería la tarea del comunismo. Relata Martin Jay, en uno de sus primeros escritos sobre el Instituto de Investigación Social, que en virtud de la dependencia de Benjamin con el Instituto, el círculo de la revista Alternative, afirmó que su trabajo fue alterado en aspectos fundamentales, y hasta censurado, por los editores neoyorquinos de la institución, fundamentalmente Max Horkheimer. Uno de esos cambios lo sufrió ese final. Mientras que apareció en la traducción inglesa de Iluminations, en Zeitschrift la versión impresa sustituyó “el fascismo” por la “doctrina totalitaria” y el “comunismo” por “las fuerzas constructivas de la humanidad”. En la misma página, el original “guerra imperialista” fue sustituido por el de “guerra moderna” (Jay, 2008: pp. 265- 266). En la versión final de 1960 que apareció en la traducción inglesa fue restituida la palabra original: comunismo (Jay, 2003: p. 144).  

[4] Términos que plantea Kant en La crítica del juicio, donde ergon puede compararse con la obra de arte y el párergon con el marco del cuadro, el contorno, encuadre o entorno, aunque obviamente -utilizando estos términos en latín- Kant no los reduce a ello. Es interesante al respecto el análisis que realiza Jacques Derrida en La verdad en pintura (2005). A los efectos de esta investigación puede entenderse ergon como texto, interior de la pantalla, identidad, cierre del sentido y párergon como contexto, marco de la pantalla y superficie, diferencia y alteridad, apertura del sentido- sinsentido, afuera y cuerpo.