Conferencias - Revista F@ro Nº 11
Localizar la memoria
Universidad de Sevilla (España)
Resumen
El registro obsesivo del pasado, su conservación, musealización o conmemoración son ya una constante en las políticas y mercados de la memoria en los países industrializados. Renovadas tecnologías irrumpen en la vida de personas y comunidades para contribuir a la construcción de una ‘exomemoria digital’ global. Esta expansión hacia el interior del mundo occidental también se proyecta neocolonialmente hacia las genuinas memorias de otras culturas y sobre las de nuestros propios ausentes. La epistemografía interactiva es una configuración transdisciplinar que promueve la autonarración mediante herramientas post y paraepistemológicas como el pluralismo lógico, la rehabilitación de la contradicción o la polisemia, en suma, mediante instrumentos ‘desclasificatorios’ que podría incorporar la digitalidad, y hace posible modos organizativos y de comunicación sensibles con otras culturas y memorias garantizando el derecho a la inclusión o a la invisibilidad
Palabras clave: Exomemoria / Epistemografía / Tecnología digital / Comunicación / Diversidad.
Localizar la memoria, como reza el título de este texto, mantiene un rico doble sentido. En primera instancia, el que parece dominante a simple vista: recuperar o encontrar la memoria. En segunda, el desliz semántico que socava, en parte, el sentido privilegiado: situar la memoria, promover su autonarración situada. Dentro de lo que algunos llaman paradigma digital, se desarrolla atención industrial y suficiente a la primera acepción: el medio único y definitivo que determinará los modos de contarnos. Centrémonos, entonces, en lo que sugiere la segunda, esto es, en las posibilidades de existencia que tendría una memoria localizada en un entorno reductor, que la deslocaliza por el mero hecho de localizarla, y en el conflicto declarado entre situación y digitalidad.
Vivimos en un mundo de silenciamiento creciente. En la espiral de una ruidosa marcha de tópicos que engulle todo compás que no contribuya a la partitura misma. Las memorias son también arrolladas por ritmos mercantiles e industriales ajenos a ellas. Apagadas por el dogmatismo o por el consumo vociferante; reducidas por la transcodificación que implica lo digital y por un uso tan planificado como desmedido. Estas memorias silenciadas, paradójicamente, consiguen expresarse pero lo hacen, entonces, desde la libertad de un confinamiento coral. Su rehabilitación pasaría por un complejo trabajo de microtafonomía simbólica. Y los resultados, en muchas ocasiones, no irían más allá del rescate forense de un papel quemado.
Junto a ellas, también hay memorias silenciosas. Memorias discretas, marginales, silenciosamente relevantes, desapercibidas. Que entonan hacia dentro melodías en frecuencias imperceptibles para el tempo dominante. Estas memorias emplean frágiles estrategias de supervivencia. Intuyen que, en la sociedad unificante que vivimos, su integración, protección o su simple conocimiento podrían suponer su extinción. Las memorias desapercibidas no reclaman nuestra atención y rechazan toda centralidad, incluso la neocentralidad de las periferias. O, bien, están ajenas a estos conceptos. Cuando la diferencia es cuestión de supervivencia, reivindicar la invisibilidad no tiene alternativas.
Muy a su pesar, sin embargo, nuestra molaridad ilustrada siente la necesidad de intervenir estas memorias aplicando programas de conservación momificante o de diseño sustituyente cuando, en realidad, las memorias silenciosas desean continuar sus apartados tránsitos. Debemos distinguir, entonces, entre voluntad de silencio y silenciamiento para poder discernir entre grados de intervención mnemográfica, ninguna intervención en absoluto o en actuaciones distintas que frenen otras amenazas culturales del progreso. En la mayoría de los casos, la acción más apropiada podría ser la facilitación y no la intervención, por más que no se nos escape que la facilitación no sería más que una manera sutil de intervención.
Por ejemplo, heteroconstruir una escritura para registrar una cultura oral, como proyecto de protección, no implicaría más que pervertir el principio de oralidad que la sustenta y contribuir al exterminio de una cultura mil años ágrafa. Tampoco es siempre conveniente, por la misma razón, registrar todas las memorias y, mucho menos, hacerlo desde una misma lógica clasificante. Mi crítica a nuestra obsesión por fijar y, particularmente ahora, por fijar digitalmente –a la que dediqué el libro Fijaciones- no implica un rechazo radical de lo digital sino, más bien, la necesidad de su reinvención constante y lógicamente situada: por así decirlo, y para comenzar la aproximación al asunto, de usos desclasificados de lo digital. Se trata de insertar en esas tecnologías, entonces, el pluralismo lógico y la desclasificación como emplazamientos de enunciación distintos al que les dio origen. Sin cautelas ni medidas estésicas, las tecnologías de la memoria favorecen la preservación y difusión del recuerdo al mismo tiempo que lo desarraigan y precarizan.
En este texto no voy a centrarme, tampoco, en la recuperación de las memorias que usualmente restringimos al pasado sino, esencialmente, a subrayar una urgente actuación en las memorias del presente o, mejor, en ese vulnerable y decisivo presente de las memorias. Sólo en la autonarración de los sujetos y comunidades es posible establecer un derecho pleno a la memoria. Sólo así tendrá la memoria la capacidad de evolucionar por ella misma o a partir de complejos regímenes de hibridación derivados de la oferta de sentido de nuestra época. Algo puede hacer la epistemografía[1] por las memorias de los sujetos ausentes, a partir de los objetos legados –de sus exomemorias- pero los resultados siempre serán resemantizaciones gruesas, producto de la mediación. La mejor rehabilitación del pasado reside en dignificarlo cuando no tuvo más que la poca importancia de ser presente.
Claro que hay muchas memorias que se perderían si no se les prestara el debido auxilio, pero también es cierto que algunas de ellas, totalmente o en parte, pertenecen a lo que el sociólogo Ackbar Abbas ha llamado “culturas de la desaparición”: “disappearance evoca, en ese sentido, lo que simultáneamente está y ya no está, e implica igualmente una forma de presencia que se ignora sistemáticamente”[2]. Por desaparición habremos de entender, simultáneamente, la fugacidad de las experiencias en los lugares frontera, el veloz y creciente mestizaje cultural y cognitivo que opera en todo el planeta, incluyendo las prácticas de la memoria, y la necesidad de elaborar estrategias para sobrevivir en la desaparición: la desaparición como modo de vida, de expectativa, de memoria. La exomemoria digital, la memoria más masiva y densa de la historia humana formaría parte, paradójicamente, de esa cultura de la desaparición. En este caso, de una desaparición por hipersaturación, como señala Andreas Huyssen.
Junto a nuestra obsesión creciente por fijar la memoria propia y ajena, otras culturas hacen lo contrario: organizar sistemáticamente el olvido, si se me permite esta traducción rápida, como veremos en algún ejemplo, aun sin contar con tales conceptos en sus sistemas nocionales. Ante la diversidad de modos y medios de rememoración, es obvio que Occidente no debe generalizar su propia ansiedad mnemográfica. Por ello, la epistemografía habrá de respetar el curso de las memorias, especialmente de aquéllas cuya naturaleza consista en el silencio voluntario o en la desaparición. Conocer la sensibilidad de cada cultura del recuerdo para elaborar herramientas autonarrativas críticas, he ahí un objetivo esencial de nuestra teoría.
La memoria nos relaciona con una temporalidad ausente o, en el mejor de los casos, inalcanzable, lo que subsidiariamente propicia que la contaminemos –esto es, que la expliquemos- con la desbocada imaginación, asegura Paul Ricoeur[3]. La imaginación articula la memoria con las expectativas, de algún modo, con el futuro. La nostalgia habitual, por ejemplo, consiste en la recreación de lo que no podrá ser y, de hecho, nunca fue: una expectativa neurótica de pasado. La imaginación sería su ariete doloroso ¿no estaremos asistiendo, tal vez, al asalto final del pasado por parte de ese nuevo tótem de la expectativa? La añoranza algológica, que suele sentirse, no es más que la relectura expectante y trágica de la imposibilidad del antes.
Algia simbólica –dolor, en suma- participando en la construcción del pasado: ello insinúa, entonces, conflicto y violencia en las sustancias formantes de la memoria. Toda memoria constituye y está constituida por la identidad, una matriz cognitiva formada por los mitos, tópicos y expectativas de cada época: el imperio de lo nacional y el derecho de suelo y frontera, el trabajo como vida, la competitividad y el éxito, la satisfacción mayoritarista, el viaje depredador y el consumo, también la obsesión por el registro del presente y la intoxicación permanente del pasado por el amarillismo del presente: todo ello contribuye no sólo a nuestros modos de rememoración sino a las memorias que proyectamos sobre varios miles de millones de no occidentales cada vez más silenciados. Demasiada corrección política con los asuntos del pasado, cuando –insisto- deberíamos entender y acometer preventivamente la memoria, fundamentalmente, como un asunto de justicia con los presentes usurpados.
En espacios tan difusos, toda definición o clasificación de la memoria es imposible y acaso inútil. Más bien, tendríamos que aplicarnos a indefinirla. A naufragar en su apeiron. Al definirla, la clasificamos con violencia. Y clasificarla implica el desmantelamiento del pasado por un voraz presente. Más adelante acudiré, justamente, a la operación contraria –la desclasificación- como itinerario de emancipación que opera con el pluralismo lógico para superar la desecación digital de la memoria. Pues su exo-organización la convierte en cautiva del organizador. Su salvación la diluye en el deseo del salvador. No solamente nos heteronarran el presente y el devenir. Siempre son otros los que también cartografían nuestras más íntimas estelas.
Desde hace cinco siglos, Occidente se expande colonialmente bajo el lema metonímico de que todos sus localismos –pero sólo los suyos- son de interés planetario. Y con ese mismo altruismo egoísta ha comenzado su segunda cruzada colonial: la cruzada digital. La neocolonización cuenta con programas de actualización para paleoestructuras reinventadas: virreinatos virtuales, encomiendas digitales o neocriollismo pseudodemocrático.
La cruzada digital, sin embargo, se distingue de su predecesora al menos en dos rasgos esenciales: en primer lugar, la mirada molar inicial – parafraseando a Pierre Lévy-, distante e impositiva, se transforma en una mirada molecular, supuestamente dialógica e integradora, como si se tratara de un romántico secuestrador que tuviera la urgencia de ser amado por su rehén. Pero, en segundo lugar, el cautivo ya no será más un sujeto mudo sino, muy por el contrario, un sujeto forzado a hablar con voz silenciada por el ruido de sus propios grilletes: Occidente instalará, en su prisión, controlados altavoces para usar el disenso como refuerzo de sus fines. Habremos de reclamar, tal vez, un derecho al silencio absoluto para que la profesión de diversidad no se convierta en la gran parodia de nuestro tiempo.
La microfísica de identidades y memorias remotas es un objeto de interés prioritario para el neocolonizador, que desea conocer y prevenir los comportamientos de sus invadidos. Lo que Occidente mira, termina formando parte de esa mirada. Pues las memorias desapercibidas, una vez percibidas por el ojo occidental, pasan a ser memorias clasificadas, victimizadas, marginadas, institucionalizadas, arrancadas de sus redes de sentido y, en consecuencia, desarraigadas, exterminadas. Del mismo modo que el consenso es un peligro para la diversidad, la corrección política de la inclusión es una amenaza. Sólo debe ser incluido lo previamente excluido. Las memorias y culturas no excluidas o autoexcluidas no necesitan inclusión. La mejor inclusión significaría el peor de los exilios.
En ese sentido, creo que Ignacio Ramonet, aun con la mejor intención, yerra con el eslogan “analfabetismo digital” que tanto ha calado entre nuestros administradores. Para muchas culturas y memorias, la alfabetización digital supondría la extinción inmediata. En Occidente tenemos periferias interiores o mayorías cortesanas cuya digitalización acabaría con toda posibilidad de insurgencia o experiencia autonarrativa. En estos tiempos de dominio fractalizado, la alfabetización digital trae de la mano mansedumbre en el formato y lógicas del dominador global o local, aunque también aporta la única alternativa para resistir al sistema con sus propias armas. Por esa razón, como decía al inicio, se impone que lo digital no sólo sea apropiado por los bajos fondos de la cultura sino, más bien, re-enunciado desde su situación: lo subalterno, entonces, no sería ya el callado objeto organizado por la tecnología redentora sino la condición elemental de la lógica plural y abierta de sus procesos. O subvertimos la tecnología unificante, instalando la posibilidad de participación de cualquier “cosmológica” o proyecto emancipante en su propia naturaleza, o tal vez sea más saludable desechar lo digital como plataforma digna de la memoria.
La intervención en las memorias siempre está mediada por una doble organización: la de su gestión y la que traslada la tecnología misma. La primera mediación suele ser metacognitiva; la segunda, automática. La tecnología nunca es una herramienta neutral: la máquina se desplaza sobre un substrato lógico-cultural que determina todo proyecto de intervención. Las memorias menos resistentes serán, entonces, pasto de una doble traducción que siempre refuerza un único sentido. Y la diversidad de contenidos en la red no será más que una falacia en tanto cada contenido no vaya organizado y clasificado desde su genuina lógica organizativa, esto es, desde sus claves autonarrativas. Autonarraciones que, para la epistemografía, habrían de ser críticas y autocríticas: por decirlo con palabras de Jorge González, al menos, autonarraciones escuchantes.
De ahí que la epistemografía se abra al intercambio tecnológico y al mestizaje simbólico equilibrantes y proponga usos culturales plenos de las tecnologías unificantes insertando el pluralismo lógico en lo digital (por ejemplo, no es suficiente disponer en internet de una exomemoria mapuche o maya: es necesario que sus lógicas organizativas específicas se plasmen en el diseño y en las categorías de clasificación y recuperación. La memoria es del autonarrador, quien bien podría abrir sus secretos mediante una adecuada –y doble- traducción intertópica).
Estoy convencido de que la tecnología digital hace posible la apropiación y uso simultáneo por parte de cosmovisiones genuinas e inconmensurables. En ese sentido, la memoria de nuestros abuelos también podría presentar no pocos indicios de inconmensurabilidad respecto a una clasificación contemporánea de sus apresurados nietos. Sin mediar alguna suerte de violencia y distorsión, su traducción literal se observa imposible. Es urgente revisar la digitalidad desde sus cimientos, no sólo para que asuma más contenidos y lógicas de la subalternidad sino para reconfigurar constantemente, desde la diversidad, lo digital mismo. Desvelado el falso pluralismo de lo digital habríamos de trabajar, entonces, sobre una neodigitalidad que rehabilite lo preanalógico y se abra a lo posdigital, esto es, a la redignificación compatible de medios y modos válidos caducados anticipadamente por el mercantilismo y a la promoción heurística de sus malogradas evoluciones.
La actual invasión digital westerniza unilateral y sigilosamente al invadido inculcándole sus objetivos, lógicas y valores. Lo digital encapsula y abandera hoy, en parte, toda la maquinaria ideológica de la globalización capitalista. El mirado se vuelve narrado y termina asumiendo y defendiendo la heteronarración. Los registros de la memoria íntima- de la exomemoria- se regirán por códigos secretos e inaccesibles ordenados por jerarquías ajenas y hostiles. A cambio de equipamiento tecnológico extraño, que no resiste el calor o la humedad de cualquier Sur periférico, las memorias de la intemperie milenaria son absorbidas por el Imperio. Un yanomami armado de cámara digital será su mejor soldado.
“Los yanomami se dispersan en un amplio territorio de bosque tropical eminentemente amazónico. Cuando muere un esposo, por ejemplo, se practica un ritual que pretende la asimilación del desaparecido por parte de la comunidad, algo que puede interpretarse en Occidente como una forma de olvido voluntario. El cuerpo del fallecido se quema y convierte en cenizas. Éstas se mezclan con líquidos que son ingeridos por todos los miembros de la comunidad. Su esposa pasa a la familia del hermano (sororato). Sus pertenencias son quemadas y todos los sujetos que llevaban su mismo nombre lo cambiarán por otro. A partir de ese momento, nunca más se le recordará y ya no habrá más duelo ni llanto por aquel hombre”[4].
Los yanomami, como los yekuana, warao o piaroa, etnias suramericanas con pocas cosas en común, salvo compartir un régimen pavoroso de traducción unificante y la misma situación de acoso minero, petrolero o agroganadero, hacen usos culturales diferentes de sus hipocampos. Sus cráneos contienen los órganos esenciales de la rememoración pero carecen de nuestro “universal” concepto de memoria y, de existir alguno traducible, no lo utilizan por las mismas causas ni con el mismo sentido que sus dispuestos, y algunos bienintencionados, salvadores occidentales. El cambio de nombre, coincidiendo con cambios de estado o la quema de pertenencias y traslados asociados a la muerte de familiares, son prácticas “de la memoria” muy corrientes entre las cuencas del Amazonas y del Orinoco[5].
En concreto, para los yanomami la concepción de memoria pudiera estar mucho más próxima a ciertas prácticas de lo que en nuestro sistema-mundo se conoce mediante una contradicción: querer olvidar. Pero, del mismo modo que justicia o progreso, nuestros conceptos de memoria o identidad no existen en sus sistemas nocionales. Entonces, cualquier traducción literal- como veremos en seguida- es injusta e inútil. Y si esto es así, ¿cómo preservar su memorias?, ¿qué memorias hay que preservar?, ¿para qué, para quién preservarlas?, ¿para sus desinteresados protagonistas?, ¿para la antropología cultural?, ¿para nuestros museos y exhibiciones?
Los tojolabales de Sierra Lacandona, al sureste del Estado mexicano de Chiapas, “notrifican” al sujeto, no existe la individuación entre ellos. Se nutren de una cosmovisión milenaria y comunitarista difícilmente comprensible y hasta intraducible que impregna sus relaciones con el pasado[6]. Hasta hace bien poco, sus memorias eran narradas exclusivamente por la antropología colonial. Walter Mignolo ha ensayado un desciframiento de sus expresiones en el centro de una peculiar inconmensurabilidad: la del proyecto de doble traducción emprendido por los zapatistas. En su acción solidaria, los intelectuales metropolitanos zapatistas no se conformaron con la usual intervención invasiva que corroe más que socorre sino, en su lugar, se aprestaron a servir como herramientas, ellos mismos, de la causa amerindia.
Mediante el translanguaging (translengüeo), un mecanismo que opera como doble traducción, los tojolabales se apropian de las lenguas coloniales, español e inglés, para inyectarle en sus estructuras, en un ingenioso proceso de fusión devolutiva, modos gramaticales basados en la intraducible cosmovisión tojolabal[7]. Vehículos internacionales de comunicación unidireccional, como el castellano o el inglés, ingeniosamente reapropiados al servicio de una lógica discriminada por el neocolonizador y en peligro de extinción.
Otro proyecto de emanipación comunitaria, también mexicano, es el llevado a cabo por el Labcomplex de la UNAM (México D.F.) con el objeto de dotar de herramientas autonarrativas –la autonarración escuchante que he citado antes- a las llamadas “comunidades emergentes de conocimiento local”[8]. Estos marginales subalternos reciben herramientas organizativas y tecnológicas, no ya sólo para salvaguardar, sino especialmente para producir y usar su propio conocimiento, que se convertirá en memoria, a través de redes tejidas por ellos mismos. Un proyecto de resistencia de los miserables y periféricos a la heteronarración, a ser contados por la academia y la centralidad metropolitana.
Las lenguas indígenas, férreamente vinculadas a la naturaleza y a las cosmovisiones comunitarias carecen, muchas veces, de términos como memoria, identidad o justicia –o, en el mejor de los casos, sus equivalencias se prestarían a interpretaciones y prácticas inconmensurables- del mismo modo que nuestros abuelos carecían de software o bluetooth porque no existían los objetos que representan tales palabras ni la propia necesidad de clasificar ni alamacenar masivamente sus recuerdos. Pero en lo que respecta a los desapercibidos de otras cosmovisiones, la introducción de nuestros conceptos en sus mundos es mucho más violenta, si cabe, pues no poseen un equipamiento nocional previo, y tampoco la necesidad, que les permita una integración evolutiva o voluntaria y no sustitutiva, como suele suceder. La política de salvaguarda de la diversidad cultural venezolana. Por ejemplo, ha destinado cantidades millonarias al desarrollo local. En una comunidad indígena gastaron, recientemente, treinta millones de bolívares en la adquisición de teléfonos móviles. Al acceder a lugares ignotos en los que se celebran íntimamente la cultura y la memoria, el activismo de la actual República bolivariana, a diferencia de la dejación pusilánime de su predecesora -la IV República-, ha acelerado exponencialmente el riesgo de extinción cultural y mnemográfica.
La escrituración de centenares de idiomas, por parte de las fuerzas colonizadoras, se llevó a cabo junto a una violenta traducción cultural que no sólo trastornó la visualidad intangible de sus lenguas sino también los modos de recordarse y entender el pasado. La tradición oral milenaria fue arrasada justamente por el instrumento de su inscripción. El signo escrito “sedentarizó” una oralidad de esencias nomádicas incompatibles. Tal patrón de asentamiento simbólico se instaló al tiempo del asentamiento físico que precisaba el colonizador. La ocupación militar puso las nuevas inscripciones al servicio de la clasificación y del registro coloniales. Todo signo implica a la red de sentido en la que remotamente surge y evoluciona. Los modos de recordar terminan por modificar el pasado y los modos amerindios, africanos, asiáticos, no escaparon a la mediación de la semiótica invasora.
Y un penúltimo caso: la memoria que los japoneses actuales tienen de su teatralidad y, por tanto, de su cultura ancestral, fue interferida gravemente por el cine. El Japón de 1900 recibió, con tantas expectativas como recelos, los nuevos modos de narración que promovían las tecnologías norteamericanas. Aquellas cámaras necesitaban tanta iluminación de estudio que más que contribuir al desarrollo de su cultura, implicaba el fin de modos milenarios de autonarración basados en juegos insinuantes de luces y sombras. Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, los japoneses no fueron capaces -y gracias a una lectura cultural propia de tecnología ajena- de recoger su propia sensibilidad visual (Abril: 2003). Pero ya fue demasiado tarde: ellos mismos abanderaban el avance de las tecnologías unificantes.
Como señalé antes, la tecnología es, previamente una tecno-lógica, esto es, un sistema que inyecta en las sociedades, en cuyo seno se fraguan, una dirección de evolución[9] y progresivamente mayor control. Tales sociedades, de algún modo, siguen un proceso de adaptación estructural e histórica a prácticas tecnológicas determinadas e incluso reclamarían la renovación de tecnologías, como ocurre con la forzada obsolescencia de lo analógico o la calculada caducidad de ordenadores y móviles. Pero, por otro lado, la tecno-lógica traslada un sistema que comporta la sustitución radical – el exterminio de raíz- de todo vestigio de cultura o memoria autóctona en las comunidades donde se implanta sin resistencia cultural alguna.
La política neocolonial de la memoria se caracteriza por incorporar un ejercicio metacognitivo y autocrítico en su mirada, pero no por fomentarlo entre sus administrados. La memoria se gestiona/narra/organiza desde la opulencia y no desde la miseria. A la inmensa memoria de los miserables no le queda más que dejarse redimir por nuestra tecnología: una memoria para siempre desterrada. La política neocolonial no se reconoce heredera de lo colonial sino altruista, internacionalista, globalista o cosmopolita pero, al mismo tiempo, modélica, democrática, racional. En su automatismo interventor no se pregunta al receptor de la ayuda si la necesita o prefiere un genocidio cultural rápido antes que la tortura de experimentar la compasión zoológica de acalorados y esporádicos visitantes.
Pero “ellos” no son meramente víctimas; tampoco usan inicialmente ese concepto ni el sentimiento que pueda expresar. Son, doblemente, nuestras víctimas y victimizados por nuestra voz moderna. Esas “víctimas” no tienen la misma concepción ni quieren que se denomine “patrimonio” a su imaginario, ni “bien cultural” a sus recuerdos o a sus objetos exóticos. El universo mnemográfico de las comunidades menos mediadas por la industria cultural es una ecología simbólica viva, doliente, que necesita los nutrientes del colectivo mismo. Cualquier herramienta o tecnología ajena de ayuda a la preservación, que no haya sido previamente readaptada es, necesariamente, un instrumento para su holocausto.
Su memoria, o como quiera que podamos concebir los modos de relación pretérita, sólo tiene sentido como experiencia vital y funcionalidad primaria, en todo caso estésica y no estética o musealizada. Viene a mi mente un pasaje del excelente libro Itinerarios transculturales, de James Clifford, en el que relataba cómo, para ser rigurosos y originales, los conservadores del Museo de Arte de Portland, antes de organizar la colección Rassmussen de objetos esquimales para su exposición, tuvieron la democrática idea de traer a sus protagonistas al Museo y consultarles respecto al origen, las funciones o tradiciones de una máscara, de un arpón o de pieles de pulpo que iban a ser expuestos al público americano. De ese modo –pensaban- la ordenación del fondo y el etiquetado de las piezas serían más fieles a las lógicas indígenas. A lo largo de tres días de encuentro, los representantes de las comunidades se abrazaron a la vista de la piel de pulpo, entonaron cánticos inspirados en hazañas con el arpón, se entristecieron, intercambiaron recuerdos y manifestaron algunas reclamaciones. Terminada la reunión, los conservadores del museo no habían sacado nada en claro ni aprovechable sobre cómo clasificar su exposición. Debemos preguntarnos con Clifford, entonces: ¿qué perverso nuevo orden supremo está agazapado tras ese estratégico paternalismo de la consulta de los clasificadores a sus clasificados? (Clifford, 1999: 232-235).
Es evidente que, en este otro ejemplo, la ingenuidad occidental fue más lejos que la supuesta a los propios esquimales. Nuestra extrañeza ante la posibilidad de que unas pieles de pulpo produjeran emociones y cantos subraya, aún más, la normalidad de los esquimales ante la posibilidad absurda de que sus objetos de uso cotidiano fueran exhibidos como piezas de museo y hasta se pagara por verlos.
De ahí, la rebelión lógica que propugna la epistemografía en la tecno-lógica occidental como condición previa a la publicitada apropiación. Del mismo modo que los yanomami y tojolabales hacen usos culturales diferentes de sus hipocampos, la epistemografía propone usos culturales diferentes de la tecnología de la memoria y del conocimiento. Usos que cambiarán y diversificarán la tecnología inicial. Pues la sociedad de la información, no es más que un gigantesco depósito de contenidos digitalizados que, en lugar de promover la diversidad lógica y los usos locales, los condena a contactarse en lenguajes y formatos ajenos a esos mismos contenidos, deslocalizándolos, deslogizándolos. No puedo, entonces, estar más de acuerdo en aplicar, desde la epistemografía ,el zapatismo de John Holloway cuando declara: nuestra teoría no ha de ser más que una parte de la lucha cotidiana por vivir en dignidad (Holloway, 2002: 151).
La memoria como comunicación
Vattimo suele decir que los estudiosos de la comunicación se ocupan en exceso de la misma como medio, cuando lo que deberíamos hacer es intensificarla como fin (Sodré: 2006). Y esto es cierto y particularmente reductor en los espacios que planteamos. Normalmente, se suelen establecer estrategias de comunicación orientadas a la obtención de consenso. El fin es el consenso a pesar de la cesión de sentido que implica, generalmente, por parte del interlocutor más desfavorecido. La apisonadora de la enunciación unidireccional es priorizada sobre la escucha y la detección sensitiva. A mi juicio, la comunicación como medio no sólo es necesaria para buscar consenso, allá donde exclusivamente estuviera justificado –en proyectos cooperativos o derechos humanos, por ejemplo- sino, esencialmente, para producir disenso. En los tiempos que corren, de impulsivos deslizamientos metonímicos e infiltración porosa e irrefrenable de pensamiento unificante, el consenso está menos amenazado que el disenso. Disentir sería ya una prioridad, entonces, antes que consentir. Puesto que no podemos incomunicarnos, subvirtamos la intención comunicativa como medio para construir diversidad. Y pensémosla como nueva sustancia de la diversidad. Pero, desrelativizándola como instrumento de intercambio: ha de portar una sustancia que instale la autocrítica emancipante en el germen mismo de lo diverso.
Además, todo ejercicio de intercambio cultural habría de estar presidido por la comunicación como fin, esto es, por el placer del mestizaje. Por ello, la intervención más legítima sería la presidida por la comunicación como fin, por una comunicación que no pretende otra cosa que ella misma. Tal modo de intercambio se fundamenta en el goce de la alteridad y sólo puede ser desentrañado y desarrollado por una teoría impregnada de estesia e indicialismo.
Queremos ver, también, ese feliz efecto de la comunicación –la producción de diversidad- en lo que Boaventura Santos denomina hermenéutica diatópica. Si la traducción cultural exige, como afirma Santos, de un trabajo previo de interpretación mutua, esto es, de una suerte de tabla de equivalencia asimétrica de los tópoi de una y otra cultura –de correspondencia de sus premisas argumentales- parece evidente que, en los casos yanomami o tojolabal, de los silenciosos o desfavorecidos, en suma, una traducción urgente o insensible implicaría la imposibilidad de comunicación. Cuando se trata de la memoria, el riesgo aún es mayor: el otro cultural ni siquiera puede ya defenderse. La maquinaria lógicosemántica occidental -que corre oculta tras al pánzer tecnológico- no encontraría resistencia cultural alguna en su neocolonización del tiempo pasado.
Lo que Occidente ha solido entender, históricamente, como comunicación y diálogo consiste, entonces, en difundir procedimientos monológicos, informativos, instructivos y colonizantes con fines expansionistas y de usurpación. El diálogo no invasivo tal vez no sea factible ya que invalida la propia significación del término y anula su sutil maquinaria de persuasión retórica y psicagógica cuando no –como suele ser más habitual- netamente erística. Esto no sólo afectaría a la memoria de los otros: nuestra mirada neocolonial también resignificaría el pasado-presente de nuestros propios ausentes.
El diálogo patrocinado por Occidente ofrece un intercambio imposible –como vaticina Baudrillard para todo intercambio- dado que se basa en un logos único y universal que presupone en todos los interlocutores. Ese diálogo, tan necesario como imposible para los sujetos cosmopolitas, habría de huir de la imposición y especialmente de la corrección política del totemizado consenso. El consenso es, al cabo, una tercera vía entre posiciones dicotómicas, de algún modo, convertidas en reductoras y cerradas tricotomías.
Prefiero, por tanto, hablar de comunicación en cuanto modo y estado que no impliquen inicialmente la imposición de ninguna lógica dominante, ni siquiera de códigos o signos lingüísticos, sino tan sólo de una necesidad inexorable, más allá de la voluntad, de intercambiar señales. Nuevamente, la comunicación como fin. Pero tal proceso necesitará alguna suerte de regla de juego compartida para que se ejecuten los objetivos de intercambio y mestizaje no impositivos. La comunicación menos lesiva tiene, en cualquier caso, una capacitación evolutiva. Esa capacitación, sin embargo, no debe implicar un tránsito unilateral de nociones sino, efectivamente, un intercambio. Y un mecanismo que delate e impugne la mala fe en la práctica persuasiva y erística. Esos estudios conformarán un eje tecnopolítico de la epistemografía interactiva.
A tal efecto, todos los interlocutores participantes serán vulnerables y vulnerados por la comunicación misma en igualdad de condiciones y, por ello, nadie saldrá indemne del proceso. Un proceso que no homologa: in-corpora, erotiza, diversifica, hibrida, singulariza. El epistemógrafo occidental, entonces, acabará destejido en la comunicación. Habrá de traicionar su deontología –saltarse la ética cuando sus principios no son más que un obstáculo, como llegara a decir Williams James- y rebelarse contra el método. Su acción sólo tiene sentido tras la inmersión –siempre insuficiente- en el otro. Lograr captar su algia, su punzada cultural, como condición de solidaridad no invasiva. Renunciar previamente a todo regreso pleno, a toda identidad anterior. Su trabajo emancipador debe ser, al mismo tiempo, autoemancipante.
Las condiciones de una traducción compleja e intertemporal entre tópoi de diferentes culturas y épocas, a partir de las redes de sentido que los constituyen, han de ser establecidas por una teoría de la memoria que bien pudiera ser útil a la más moderna y sensible historiografía y viceversa. De hecho, no le son ajenos a la epistemografía algunos trabajos realizados en el seno de la llamada Historia cultural que encabeza Burke o de la Microhistoria de Levi o Ginzburg. Concretamente, a la propuesta de paradigma indicial, de este último, es especialmente sensible la epistemografía: la relevancia reside en el rasgo menor, secundario, desapercibido y no ya en los tópicos y estereotipos. Se trata de incursionar, entonces, en la microfísica atómica de la memoria, hasta los resortes ignotos de sus sigilosas membranas. Pero ¿a qué profundidad saldaremos nuestra ansiedad? Complicado dilema: Paul Valéry solía decir que la profundidad está en la piel.
Tal vez, más que de microfísica haya que hablar, entonces, de microestesia, de localizar el punto sensible y difuso en el que todo aparece y desaparece simultáneamente, en el que todo lo que es está dejando de ser, transformándose como condición de continuidad. Nuevamente nos invade la creciente cultura de la desaparición que Abbas adjudicara a Hong Kong, metáfora del devenir global; una cultura que implica lucidez y vigilancia absolutas, que exige el acoplamiento estructural inmediato –por usar el concepto de Maturana- a nuestra itinerante frontera íntima, a la diáspora interior que barre toda sujeción a lo vivido, esto es, al sujeto mismo, por más que las tradiciones y la cosmovisión conservadora nos lo hagan ver de otro modo. Lo vivido en ese nuevo límite en desplazamiento constante, nuestra neomemoria, entonces, no tendría más sentido que su propia autodeglución en un hiperpresente mediático que nos desborda sólo un instante, pero en cada instante.
En cualquier caso, la comprensión de la memoria del otro pasaría por la observación microcelular de unos tópoi que no pueden ser meramente traducidos sino, más bien, sometidos a delicados, a “moleculares”, procesos de doble traducción capaces de mantener unos mínimos márgenes de distanciamiento, de misterio, de respetuoso y saludable desconocimiento. Pero junto a esto, para llevar ahora la contraria a Baudrillard, también capaces de hacer posible la inmensidad eutópica de un atisbo de intercambio.
La literalidad molar siempre negará la traducción, del mismo modo que la resemantización eurocéntrica. Nunca lograremos sacar viva, a la luz de nuestros focos, una memoria silenciosa. Sólo obtendremos su cadáver. Apenas en la penumbra de la caverna percibiremos difusamente las sombras de su vitalidad. Y esto habría de ser suficiente para nuestras necesidades de comunicación igualitaria. De ahí que las categorías de intercambio con las que habremos de operar deban ser abiertas, indirectas, promiscuas, impuras, desiguales, asimétricas, difusas, polisémicas, impregnadas de ambigüedad y paraconsistencia. Categorías que permitan el atravesamiento simultáneo de su afirmación y negación. La categoría cerrada y estanca no negocia el sentido, lo coloniza.
Encuentros prelógicos y paralógicos
Si, en efecto, nuestra racionalidad debe atenerse a los preceptos inflexibles de una lógica unilateral, es evidente que cualquier espacio demarcado por nuestro sistema de inferencia será un espacio impedido para una comunicación poscolonial. Habremos, entonces, de remontar a veces el curso de la lógica hacia territorios prelógicos y paralógicos para rehabilitar al siamés confinado en la inmensidad de nuestro lado oscuro. Habremos de salir, libres de formato, al encuentro amable de nuestra irracionalidad para poder ensayar alguna forma de comunicación como fin. La argumentación no se verá priorizada, entonces, sobre el encuentro en olores, sabores, texturas, miedos y desconfianzas. Lo sensible formará parte constituyente del intercambio.
¿Qué regla del juego puede colaborar en un efectivo proceso de comunicación, al límite, entre cosmovisiones inconmensurables?, ¿qué mundo mínimo podríamos compartir en el centro mismo de la inconmensurabilidad lógica para que haya intercambio y crecimiento mutuo?, ¿cuál sería el lugar común de partida para la comunicación humana? Creo que es posible encontrarse en lugares prelógicos y paralógicos para generar sencillos procesos orientados hacia la comunicación como fin. Es posible intercambiar no invasivamente en los espacios aún no territorializados por la racionalidad. Espacios en los que lo irracional campa a sus anchas. Las preguntas necesarias, entonces, serían ¿existen lugares prelógicos y paralógicos compartibles? y ¿es posible articular algún modo de intercambio productivo a partir ellos? La epistemografía interactiva recoge varias propuestas.
Elaborando estrategias sensibles -como las llama Muniz Sodré (2006)- que instalen y prioricen el afecto en nuestra dimensión prelógica para obtener una comunicación como fin. Y, mejor aún, que consideren la comunicación como una modalidad de afecto. El afecto es un espacio espontáneo con multitud de resortes “logófobos” y “logófugos”. En él tienen lugar emergencias emocionales e incontroladas que posibilitan intercambios prelógicos ricos e imprevisibles. Precisamente, una condición de su existencia es la fugacidad: un impulso de fuga, de indomabilidad, de desaparición.
El universo irracional no está desprovisto de cordura, lo que ocurre es que no se deja acceder ni explicar en su totalidad racionalmente. Un felino no hace inferencias pero se comporta de modo adecuado a nuestra lógica en muchas ocasiones de peligro o necesidad. Hay, entonces, algún tipo de espacio compartido prelógico entre los mamiferos irracionales y los humanos, un espacio cerebral en el que se localizan las mismas pulsiones paleocefálicas de los saurios y los más primitivos brotes del afecto, una especialización necesariamente humana que hizo posible la evolución del córtex primario en neocórtex.
Mas también podemos elaborar intercambio urdiendo estrategias, de unas razón hiperestésica, en dimensiones paralógicas. Localizar pasarelas paralógicas entre sujetos de diferentes culturas, tal vez ya no parezca ahora una tarea tan imposible como la que acabo de mencionar respecto al hecho de abandonar la racionalidad, dando pasos prelógicos –“hacia atrás”- para lograr comunicarnos en el límite. Reconfigurar la otredad como utopía descifrable, puede ser otro punto de partida de un proceso complejo hacia la comunicación como fin.
Superar la reducción comunicativa a la que nos somete la lógica no es plausible invocando la misma lógica y, mucho menos, como dice Rorty, imponiendo en el proceso cognitivo ese mero episodio occidental llamado epistemología. Es más, no podemos abandonar nuestra lógica –ni siquiera nuestra tecno-lógica- a pesar de la urgencia de establecer procesos de comunicación con otras lógicas. Urgencia porque está en juego el futuro de las memorias y de las culturas. La memoria propia se ha vuelto ya carne de neomoviolas, delirios del montaje mediático. Ya no hay recuerdos exentos de tecnointimidad. Indicios de vulnerabilidad inequívoca que la brecha digital occidental abre en su propia memoria. El alienador ya no necesitará generar más miedos o apocalipsis universales, le basta con la hecatombe local de nuestra autocomplacencia cotidiana. Situémonos, entonces, en un emplazamiento menos exigente.
Sin duda, debemos regresar a la necesidad previa de establecer tópoi en los procesos interracionales como condición comunicativa. Tópoi prelógicos y paralógicos de calculada espontaneidad. Los tópoi vinculados, por ejemplo, a la supervivencia, al miedo o a la socialidad mantienen diversos rasgos ampliamente compartidos por más que surgirán múltiples excepciones y casos particulares: desde los suicidas del bienestar a los mártires palestinos. En la comunicación con ellos, los escenarios de topificación habrían de ser elaborados en lugares distintos y complejos como la fe, la depresión o el patriotismo.
Entre los espacios turbios que ha excomulgado la racionalidad lógica occidental destaca la contradicción. Debemos percibir el mundo de modo consistente y coherente. No hay lugar en nuestro mundo ni en nosotros mismos para la contradicción. Por ello, una de las obsesiones de la lógica clásica, de la teoría de la argumentación y, en especial, de la erística ha consistido en detectar contradicciones para desprestigiar a un oponente.
Mas todos los humanos somos asaltados por la contradicción, queremos devorar el pastel de chocolate (irracionalidad) y no queremos que se acabe (racionalidad), quiero irme y quedarme, me siento bien y mal…La propia cultura de la desaparición es, al tiempo, un estar y no estar. Vivimos en tanto nos autoincineramos. La contradicción ha sido marginada por la lógica cercenando el espacio más abierto y poroso en el que encontrar a nuestros congéneres y su diversidad para cultivarla en la singularidad del intercambio.
La dimensión o, mejor, el entreverado contradictorio de los humanos como instrumento de intercambio cultural, está muy poco explorado. Y, sin embargo, ofrece posibilidades de comunicación insospechadas, universales y no colonizantes. Todos los sujetos, sin excepción, realizamos acciones inexplicables que resolvemos pragmáticamente y sin pestañear, a pesar de que muchas de ellas invocan la contradicción e impugnan principios lógicos que creemos tener plenamente asumidos. No obstante, denunciamos con rapidez la contradicción del otro al contrastar su argumento con el nuestro.
La lógica paraconsistente o dialética (da Costa, Miró Quesada, Priest, Lorenzo Peña) tal vez sea la herramienta que más se ha ocupado de los enunciados y acciones contradictorios. Se trata de una lógica polivalente que trata de desentrañar los bucles complejos que nos enredan y se muestran inaccesibles a la insuficiente lógica tradicional.
Para construir un diálogo mnemográfico con un otro contemporáneo o pretérito, es necesario partir de una posición desclasificada, esto es, del abandono voluntario de la creencia en una lógica única, asumiendo que las lógicas forman parte de las creencias. En las intervenciones y facilitaciones, el epistemógrafo deberá acometer metacognitivamente, entonces, tres suspensiones lógico-culturales provisionales al efecto de mitigar la heteroconstrucción:
- suspensión de la identidad[10]: la comunicación como fin no puede establecerse a partir del autoblindaje que implica el verbo más usado en las lenguas occidentales: el verbo ser. En el “es” declarativo nos distanciamos de la diversidad. Asumimos una posición enunciadora cerrada y generalizante desde lo particular. Invadimos sin movernos. Informamos un espacio, para nosotros, vacío. Lo global nos dice ahora “quienes somos”. Soy, eres, es, son, invitan a la reducción y la injusticia. En el “soy” o en el “es” todo el territorio de nuestra identidad se concentra en sus fronteras. Como dice Will Kymlicka, debemos reaprender a pensar sin el concepto de frontera. Nuestra identidad instala alambradas de prejuicios, efectúa juicios sumarísimos sin oportunidad de descargo.Realiza purificaciones ontológicas mediante demarcaciones de pertenencias y propiedades simbólicas. En ese sentido, la memoria no sería más que el desembarco de la identidad en el pasado. Del soy en el fui, del es en el fue. La retroinformación que lleva aparejada esta memoria hace inviable toda comunicación horizontal con el pasado.
En el libro Fijaciones (2005), reflexioné acerca de los prejuicios y mitos que amenazan la propia rememoración europea y la comunicación con las memorias del otro: lo nacional, la religión, el mayoritarismo, el trabajo, un androcentrismo disfrazado de mujer, la corrección política. La mitología identitaria invade de ilusiones neorraciales los territorios del pasado. - suspensión del principio de no-contradicción: constatamos empíricamente el abierto comportamiento contradictorio en los niños y la auto-represión de los adultos. Pero invocar la contradicción, para rechazar un argumento, ya no es un principio irrevocable a la vista de la historia de la ciencia, de la evolución social o de nuestras concesiones cotidianas a lo irracional. A y noA pueden ser al mismo tiempo. Sin esta impugnación, la comunicación con otras culturas o tiempos no es posible. La desclasificación, por ejemplo, propone la elaboración calculada de contradicciones como recurso heurístico y epistemológico.
- suspensión de la razón dicotómica: o A, o noA, nunca son las únicas opciones. El tercero excluido que inspira el pensamiento binarista debe ser impugnado para desmantelar las dicotomías con las que organizamos el mundo. Lo uno o lo otro, 1 ó 0, sí o no, ignoran, al menos, a un tercero incluido: el borde, el intersticio entre polos, el profundo universo que los separa y que los rodea repleto de posibilidades significativas. En el tercero excluido reside el origen de la oposición y reducción del mundo en pares conceptuales, en lugar de potenciar la cooperación compleja entre supuestos antónimos o la liberación conceptual que renegocie el sentido[11].
La conjugación de estos principios nos lleva a jerarquizaciones y clasificaciones engañosas del otro. Empleamos nomenclaturas de números, alfabetos y combinaciones alfanuméricas, como si con ello se superara la dicotomía de partida. En los lenguajes clasificatorios más dinámicos, como ocurre en los buscadores de Internet, rehabilitamos la lengua natural como bandera de una mayor libertad clasificatoria. Pero esto no es más que una parodia estética: su lógica sustentante sigue siendo dicotómica: 1 ó 0, sí o no. Por su lado, el “es” declarativo, el presente de indicativo, el sustantivo arrasador soterran las posibilidades de otras gramáticas más flexibles y difusas que proporcionan el adjetivo, el subjuntivo, el modo potencial, el pretérito imperfecto sobre el indefinido.
Me gusta citar el recuerdo que lleva aparejada una fotografía de nuestra niñez o de nuestra ciudad, hace cincuenta años, para dar cuenta de las contradicciones y de las sutilidades de otras gramáticas de la memoria (más allá de lo apuntado por Magritte): solemos decir “éste soy yo” o “ésa es Cádiz”. Pero, en verdad, yo ya no soy el de la foto, pues cambié la apariencia y la mentalidad a buen seguro. Ni la Cádiz actual podemos decir que ES ésa de la foto de 1905 a la vista de su transformación urbana. Tampoco puede afirmarse que ése fui yo o ésta fue Cádiz, porque implica una erradicación extrema de una condición que todavía persiste en Cádiz o en mí mismo. Son y no son ambas cosas simultáneamente. Así de cotidiana se muestra la contradicción en nuestras relaciones con el tiempo pasado.
Pero nuestra lengua nos permite tiempos de conjugación de la memoria que dan cuenta del continuum existencial, quebrado por la dicotomía inapropiada que actúa tras la enunciación cotidiana: ése era yo, o ésa era Sevilla trae de la mano una continuidad en el tiempo que el presente de indicativo o el indefinido mutilan. Imaginemos, entonces, cómo traducir a nuestro mundo la memoria infantil de un maya tojolobal para quien no existe el yo, el yo está notrificado, ni emplea los resortes de la memoria en el mismo sentido. Los subjuntivos, los potenciales, las lógicas modales y sus posibilidades de enunciación contrafáctica y contradictoria nos ayudan a entender a los exilados de nuestra identidad: desde ese momento, los sueños, recuerdos, emociones o deseos, el otro, esa inmensa pasta que constituye el mundo o su recuerdo -huyendo de lo lógico-, emergerán ante los itinerarios rectilíneos y autonegadores del “es”.
La veloz pragmática natural que solventa los abismos entre quienes somos y quienes éramos debe ser tejida cuidadosamente cuando se trata de intervenir o facilitar las memorias de otros. La intervención o la facilitación han de ser herramientas autoadaptables, esto es, abiertas y exentas de una lógica única, y autodegradables una vez realizada su contribución a la resistencia de una memoria dada.
Curiosamente, la racionalidad ganó la partida lógica a la contradicción en nuestra cultura y procedió a clasificar mutiladamente lo real. En nuestra época, esa reducción clasificatoria es cada vez más sutilmente opresiva y un modo eficaz y rápido del expansionismo capitalista hacia nuestros adentros. La publicidad, por ejemplo, representaría para Occidente uno de esos modos de clasificación banalizante de lo real que inyecta modos de vida extraños con suma eficiencia culturicida, también en los lugares y culturas más remotos y mnemocida en nuestras propias rememoraciones.
De ahí que la epistemografía necesite acudir a herramientas estigmatizadas por la epistemología occidental. Dediqué mi trabajo Desclasificados (2007) a redignificar, como recursos epistemológicos y comunicativos de primer orden, exiliadas dimensiones cognitivas del sujeto, como la práctica de la polisemia y de la contradicción. Por ejemplo, podríamos “indefinir” o diluir al propio sujeto con un juego de oximora. Somos civilizados bárbaros, egoístas altruistas, creadores destructivos (Schumpeter). La construcción controlada de oximora supera la reducción de la popular dicotomía, eliminado el slash, la barra oblicua que demarca conceptos y establece imposibles purificaciones ontológicas opositivas, para ofrecer cooperación entre pares y no ya disyunción. La dicotomía dominante separa, opone, oculta; el oxímoron productivo reúne, agrega, descubre. No opongo oxímoron a dicotomía: invito, por el contrario, a invertir su orientación mutilante. A operar con contradicciones de laboratorio para entender otros mundos.
Habremos, en primer lugar, de revisar la concepción de nuestro mundo a partir de la asunción y explicitación de nuestras propias contradicciones para poder comenzar a plantearnos la comunicación con los mundos ajenos. La desclasificación, en ese sentido, es un procedimiento cuyo objetivo es establecer el pluralismo lógico en la mirada monológica, posibilitando así, una comunicación para la diversidad. La construcción de oximora, por ejemplo, constituye un recurso posepistemológico de primera magnitud para ir más allá de donde nuestros recalcitrantes, conservadores e impositivos conceptos nos permiten. Con ellos, pero no exclusivamente con ellos, abandonaríamos el fascismo conceptual para operar en una comunicación más democrática y escuchante. Otros recursos, que sería prolijo analizar aquí, nos abren nuevos horizontes de emancipación. Mencionemos, para terminar con este aspecto, la anulación dicotómica de otro tipo que propone Santos (2005): pensar a la mujer sin el hombre, al pagano sin el teísmo o al indígena sin el colonizador nos traerá de la mano una expedición diferente a la singularidad de los sujetos en su propia salsa y en situaciones excluidas por los contextos binaristas dominantes. La teoría poscolonial, por ejemplo, se ancla a un prejuicio dicotómico: no lograr entender el mundo sin la colonialidad.
La desclasificación, entonces, a partir de su pluralismo lógico inherente, nos proporcionará claves de acceso indirecto, promiscuo y desleal para la racionalidad a los espacios y territorios cerrados por la racionalidad misma y a la racionalidad. Desterritorializándonos, nos desclasificamos. Desclasificados, podremos invitarnos e invitar, entonces, al placer de la comunicación como fin.
En una primera instancia, la desclasificación ha de operar sobre la identidad más no como una instancia dicotomizada o aislable. La identidad es previa pero también consecuencia de la memoria, tanto como de la cultura y del conocimiento. Sin embargo, estas entidades no forman en modo alguno una tetratomía. Su naturaleza rizomática nos impide caer en esa reducción. No son jerarquizables ni ordenables. Se trata de entidades difusas que cooperan en aleatorias e hiperbáticas combinaciones, con frecuentes escarceos extraconyugales. Entidades recursivas y hologramáticas en términos de Morin. Se contienen unas a las otras, contienen nuestras estelas y devenires, nos escamotean lo que somos porque precisamente somos en sus imprevisibles gramáticas.
Relativismo emancipante
Hemos analizado los problemas, la necesidad y la fragilidad del acceso y de la comunicación con otras culturas, conocimientos y memorias. Si las memorias autóctonas son, en muchos casos, memorias desapercibidas que para seguir vivas no precisan de nuestra intervención ¿qué decir de las memorias de nuestros ancestros en las que entramos y salimos con la frivolidad que nos otorga la presunción de compartir un mismo mundo de creencias, lógica y cultura?
Con inquietud pienso que mi padre muerto, o sus padres y abuelos, posiblemente prefirieran llevarse con ellos sus memorias vivas antes que verlas brutalmente resemantizadas, mercantilizadas y disecadas por sus herederos. El trabajo con sus ecologías mnemográficas, sin embargo, ha sido objeto de acciones contaminantes y pirómanas. El espacio confina el tiempo. El hecho de haber nacido en el mismo lugar, como los árabes de hoy en un Egipto extinguido, o los andaluces en un Al-Andalus que simultáneamente –y contradictoriamente- es y no es nuestro, no nos da una identidad irrefutable, ni el derecho a la interpretación, registro y confusión de pertenencias que no nos terminan de pertenecer. El territorio no puede ser patente de corso para el que, en él, nace, ni obstáculo para quien, en él, quiere establecerse. Caemos, incluso, en la osadía neorracista de expulsar simbólicamente, hoy, a quienes vivieron hace mil años aquí mismo.
Sin piedad hacia los que gritan o piden silencio, el colonizador proyecta resucitar memorias muertas del pasado, insuflándoles almas del presente. Y, lo que es peor, pretende rehabilitar memorias ajenas, vivas y sanas con terapias, hace mucho, obsoletas para nuestra psiquiatría (recuérdese la incursión psicoanalítica de Freud en las culturas aborígenes por medio de la más brutal traducción eurocéntrica)[12].
La única memoria sobre la que podemos operar, con alguna garantía, es la del presente.
Sólo la nostalgia occidental, o el oportunismo neurotizado por la fiebre consumista o academicista, añora y trata de restaurar la memoria del otro a toda costa, a costa de la pérdida definitiva del derecho a desaparecer, a autoextinguirse o a un recuerdo que opere en regímenes incomprensibles pero legítimos. Esa nostalgia lucrativa que digitalmente nos redimirá a todos, incluso sin haberlo pedido. Una nostalgia que se vale de su tecno-lógica para aplastar las lógicas de ancestros y las cosmovisiones de congéneres ubicados en culturas distintas. Una oferta mercantil creciente de nostalgia que sustituye y separa la estesia de la estética, y la operación vital y afectuosa de la memoria por genealogías clasificables, registrables, recuperables, vendibles.
Muchas memorias desapercibidas deben continuar ignoradas. En ese sentido es tan necesaria una política de la memoria como la política del olvido y, en ese caso, también una política del perdón. A veces, las propias víctimas adquieren un estatuto institucional, unidimensional, un rol que a veces no representa más que a los representantes y, acaso, como mera abstracción, como imposible memoria. Mi homenaje a las memorias desapercibidas –a las que dediqué Fijaciones- es un llamamiento angustiado a frenar nuestra pulsión occidentalista con los “bienes simbólicos” de los silenciosos. Si convertimos a los desapercibidos en víctimas los hacemos visibles, esto es, los traducimos, los hacemos desaparecer como ellos y ante ellos mismos.
Desde entonces serán enunciados y se enunciarán como víctimas, incluso como nuestras víctimas, en una perversa dicotomía autoinculpante de la que nunca escaparán, ni escaparán nuestros sucesores. En nuestra cultura, el mito del pecado original se impodrá siempre como deuda impagable[13], la mayor usura conocida de la historia universal.
El epistemógrafo implicado percibirá que nada es fruto de ningún contrato social, ni de falaces y deseadas armonías. La proximidad básica –como espontánea swadeshi- se gesta como pulsión de supervivencia mutua ignorante de las absorciones hostiles y de las aspiraciones forzadas que otras culturas dominantes practicarán inexorablemente. Con el paso de los milenios comprobamos que la barbarie no ha acabado, simplemente se practica en diferido, de un modo más visual, masivo, pulcro. Nos alejamos cada vez más de la realidad del dolor y del conflicto, realidad que todo lo constituye. Por eso, admite Agamben que el sujeto contemporáneo vive cada vez más acontecimientos en tanto ninguno se vuelve experiencia. Lo digital impulsa exponencialmente esa nueva realidad.
Las fuerzas dominantes colaboran, no ya en pactos sino en objetivos, en la explotación. Lo internacional nunca fue una instancia garantista más allá de lo nacional, sino por el contrario, una mera manifestación eufemística de lo nacional-privado. Y lo nacional-privado, doblegante de lo internacional, se pliega a su vez a la igualación consumista de las políticas globales que toleran el genocidio cultural.
No es de extrañar, entonces, que capitales públicos y privados cooperen en las políticas más desarrolladas de la memoria, como ocurre en el espacio europeo. Naturalmente, unos para el control y otros para el lucro, como tuve oportunidad de comprobar y denunciar (García Gutiérrez, 2003) como evaluador de Programas Marco de la UE en el opulento sector de sociedad de la información. Un aberrante desfile de indicadores, nunca neutrales, decide en Europa qué proyecto de memoria ha de ser subvencionado. Indicadores empresariales y ajenos a la sensibilidad de la cultura y la memoria: competitividad, innovación, rentabilidad, comercialización, visibilidad, usabilidad, customización…En Europa ya llegó el momento de enfrentarnos a la violencia lógica que sugiere que la memoria puede ser propiedad de alguien y, en consecuencia, mercantilizable, exportable.
Occidente es, en sí, dominación y ahora domina con sutil barbarie. Las memorias desapercibidas deben seguir creciendo al margen de Occidente y evolucionar sobre sí mismas. Pero hasta los solidarios e igualitaristas, cuando intervenimos, lo hacemos, muchas veces a nuestro pesar, también con involuntaria torpeza y violencia. Por ello, establecer un mecanismo de autovigilancia metacognitiva en nuestras intervenciones, será un elemento esencial de la epistemografía.
Mi escepticismo crítico inicial se torna, entonces, militante. La epistemografía más que teoría aplicada es teoría implicada, más que actuar se mantiene a la escucha y propone, en todo caso, proyectos de autogeneración crítica y observante. Una herramienta al servicio de la memoria y de los conocimientos que establece su lógica y componentes a partir de los narrados, no para que exclusivamente se narren endogámicamente a sí mismos, sino para que adopten mecanismos de reflexividad autocrítica, emancipación y escucha, esto es, para que aprendan a entrar y salir libremente de sus mundos y, fortalecidos, puedan interactuar con los mundos ajenos.
Ése es el papel de la epistemografía que, como a la escalera de Wittgenstein, habrá que dar una patada una vez subidos al muro. Una herramienta de los bajos fondos, de contaminación ontológica, insurgente e iconoclasta pero, a la vez, próxima, afectuosa, solidaria, sufriente, compasiva, emancipadora, pasible. Una configuración transdisciplinar que, en consonancia con el diferendo o la imposibilidad de un metajuicio- toma partido. No invade ni critica, pero sí instala herramientas autocríticas; no clasifica pero traslada la necesidad de organización local para resistir y evolucionar en un mundo necesariamente desclasificado; y, para ello, se autodesmantela ante la subalternidad, la explotación, la discriminación, el enmudecimiento, no ya como objetos sobre los que pensar, sino como dice Mignolo, como los sujetos mismos desde los que parte el pensamiento (Mignolo: 2003).
Lo que, en primera instancia, necesariamente partió de un cauteloso relativismo y, a causa del movimiento dicotómico de nuestra lógica, pasó a justificar el intervencionismo, termina en el callejón de la repudiada contradicción. Mas la contradicción no es un callejón sin salida. Es una trastienda en la que se forja la pasta base de lo que somos. Acudimos con frecuencia a la lógica de la contradicción, una paralógica que explora los límites de nuestra coherencia misma, allá donde no llega la racionalidad pura, para impugnar el coherentismo que impide la comunicación. Varios personajes juguetones operan con estas infinitudes en un cráneo cerrado y sórdido de sujetos que necesitan desesperadamente el intercambio.
Una aproximación a los dilemas de la memoria como proceso de comunicación habrá de partir necesariamente, entonces, de actitudes paraconsistentes. Podríamos, desde ese lugar, manifestar uno de los objetivos generales de la epistemografía mediante un doble oximoron: proporcionar intervenciones desclasificantes para obtener autoenunciaciones escuchantes. He ahí una primera prioridad de nuestro programa investigador.
Las tecnologías digitales propician, más que pensamientos en sí mismos, modos únicos de pensar y por ello, decíamos, han de ser reinventadas desde un pluralismo lógico y usos culturales que formen parte de su propia naturaleza. Sería ésta una segunda prioridad de la epistemografía interactiva, desmontable en cinco actuaciones graduales que resumo: 1) repensar la tecno-lógica global desde etno-lógicas específicas, 2) ocupar y difundir provisionalmente los contenidos de la pluralidad subalterna en los formatos, canales y lenguajes de la dominación aunque no se consiga todavía, así, la igualdad de condiciones, 3) abordar la memoria de nuestros propios ausentes como etnomemoria, interviniendo en la diacronía como diatopía, 4) facilitar a las etnomemorias que lo soliciten, herramientas asimilables y autodegradables de autonarración emancipante, 5) introducir la desclasificación en tales herramientas, esto es, la activación del pluralismo lógico, de la crítica y la autocrítica emancipante tanto en los modos de autonarración como en los proyectos de heteronarración.
Restaría, junto a estas prioridades, una gran labor pedagógica por realizar en nuestras sociedades, esto es, promover como valor esencial de la democracia misma, tanto el derecho a la autonarración como el derecho al silencio o a la desaparición.
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Notas
[1] Configuración transdisciplinar que se ocupa de la construcción de mapas de conocimiento y memoria a partir de lógicas y culturas situadas. Vid García Gutiérrez, 2002-5-7-8.
[2] A pesar de que el concepto se vincula al estado de evanescencia cultural que se vive en el pos-Hong Kong, nos parece muy oportuna su extrapolación al nuevo mundo globalizado en el que el cambio vertiginoso que inaugura la tecnología digital es ya una constante. Abbas: Hong Kong: Culture and the politics of disappearance. Minneapolis: UMPress, 1997, p.53 expresión ampliamente comentada por Gruzinski: 2000, 330 ss
[3] Paul Ricoeur (1999) advierte sobre las interferencias que genera la imaginación al teorizar sobre la memoria.
[4] Conversación con el mastozoólogo de Ciudad Guayana, Hernán Castellano, que tuvo lugar en caño Tauca, Orinoco (diciembre de 2006).
[5] Sus propios idiomas se hacen cargo de estas cuestiones: por ejemplo, en lengua yekuana y eñepá, no hay diferencia en las denominaciones que se dan a la madre o a la hermana de la madre, ni se distinguen hermanos de hermanastros. Es curioso como la poligamia siempre la observamos desde el punto de vista androcéntrico, eurocéntrico y en relación a la poligamia islámica, y no desde la óptica de la mujer que comparte marido con su hermana o desde la convivencia de los hijos de unas y otras, existentes en centenares de culturas. Esos modos de relación deteminan, también, los modos de la memoria. Información aportada por el antropólogo Luis Alcalá, compañero en la solidaridad hacia esos pueblos.
[6] Un análisis de la notrificación, especialmente en relación a los procesos educativos tojolabales, en Lenkersdorf (2002). Agradezco a Jorge González la aportación.
[7] Por ejemplo, la expresión “ante nosotros estamos ustedes”, “before us are you”, como analiza Mignolo (2007).
[8] Proyecto basado en un “empoderamiento” de los subalternos que consiguen hacer frente, trabajando en redes, a la fuerza y dirección del vector tecnológico occidental, en palabras de Jorge González (2006).
[9] La tecnología digital implica una evolución pero, según advierte Sodré, de ningún modo una revolución en el sentido originario de la palabra.
[10] A pesar de que hablamos de suspender la identidad, podemos extender esta posibilidad a suspender el propio principio de identidad. Afirmar, entonces, que no en todos los casos A = A. Pues para que se dé tal principio habríamos de aceptar una contradicción intrínseca, ya enunciada por Heráclito: para que yo siga siendo el mismo debo considerar que el cambio que opera en mi cuerpo pensante es la condición constituyente de la mismidad. A es igual a A precisamente porque A ha de cambiar para seguir en la continuidad de un tránsito. El principio de no contradicción conculcaría, aquí, el principio de identidad.
[11] Este modo binario de concepción viene favorecido por el trasfondo de lo que Santos (2005) acertadamente denomina “la razón metonímica”.
[12] A lo largo de todo el texto, Freud establece su innovadora aproximación psicoanalítica a partir de la dicotomía salvaje/civilizado (Freud: 2002).
[13] Baudrillard nos da una explicación nietzscheana de esta deuda: “Al rescatar el Gran Acreedor la deuda del Hombre mediante el sacrificio de su Hijo, hizo que esta deuda ya no pudiera ser rescatada por su deudor, creando así la posibilidad de una circulación sin fín de esta deuda, con la que el Hombre cargará como su falta perpetua. Tal es el ardid de Dios, pero también el del Capital que al mismo tiempo que hunde al mundo en una deuda siempre creciente, se afana simultáneamente en rescatarla, haciendo así que nunca más se pueda anular o canjear por nada” (Baudrillard, 1999: 15).