Reseñas - Revista F@ro Nº 11
El oscuro encanto de los textos visuales.
Dos ensayos sobre imágenes oníricas
Eduardo Peñuela Cañizal (2010)
El oscuro encanto de los textos visuales. Dos ensayos sobre imágenes oníricas.
Sevilla
ArCiBel Editores
y, sin embargo, no es otro que él, la pasión de todo posible lector”.
P. Sollers
“… para proseguir, obstinado, itinerarios llenos de obstáculos y trampas,
pero con horizontes de poesía”
E. P.
Aunque no, necesariamente, en la misma línea de lo que expone el “autor” de esta publicación recensionada, una de las primeras asociaciones inter/hipertextuales que, a estas alturas, puede brotar rápidamente de una lectura del nuevo libro de Eduardo Peñuela Cañizal -llamado El oscuro encanto de los textos visuales. Dos ensayos sobre imágenes oníricas (2010)- es la ya reconocida noción que, a fines de la década de los sesenta, puso en el tapete de la discusión teórica Roland Barthes al escribir sobre la muerte del autor (1968). En palabras de Peñuela:
Por un lado, leer un texto de autor no es, como diría Roland Barthes (1970: 9-18), un gesto parásito, pues el ejercicio de la lectura, en cuanto manera amorosa de aproximarse cada vez más a las intimidades de ese texto, siempre será un acto de lenguaje ajustado al deseo de encontrar sentidos a los que ponerles un nombre o de escuchar las voces que en ellos resuenan. En ese juego interminable entre algo que se deja leer y algo que tal vez podamos escuchar, es decir, entre un sistema denotado y otro connotado, el lector nunca será un consumidor del texto de autor, sino un coproductor del texto (104).
Sobre lo mismo y a partir de lo recién expuesto, podemos percatarnos que los Barthes son muchos y que más aún son los potenciales lectores-autores (lectoautores de acuerdo con Isidro Moreno) de las diferentes obras y distintas etapas de este pensador francés. Como se sabe, con la muerte del autor Barthes se refirió, entre otras cosas, a la dificultad de descubrir “Quién está hablando [así]” (3) en la novela Sarrasine (1830) de Honoré de Balzac[1], cuando recupera la figura de un castrado disfrazado de mujer y donde, además, no se puede vislumbrar con claridad el narrador de ese fragmento citado del texto (y, en consecuencia, de la obra en general). La indefinición de quien habla puede deambular desde un héroe de la novela interesado en ignorar al castrado disfrazado de mujer, hasta al propio Balzac en diferentes facetas de su labor de autor-lector.
Guardando las distancias de tiempo y reconociendo la importante influencia que este último semiólogo tiene sobre la obra de Peñuela, no cuesta demasiado extrapolar este ejercicio -que proviene, directamente, de la literatura- al cine y, por supuesto, al “oscuro encanto de los textos visuales”. Como se sabe, también a estas alturas, la crisis del autor, del “quién está hablando” y todas las secuelas que este proyecto tuvo y tiene actualmente, se han logrado llevar a variados ámbitos de discusión académico-universitarios. Sin ir muy lejos, a los conflictos de identidad, autoría, propiedad, dirección, pinturía, docencia, etc.
Podríamos, por tanto, continuar dicha recensión -a la luz de las “encantadoras” y “amorosas” inspiraciones de Peñuela y en el marco del juego metafórico que muy bien hereda este semiólogo de Barthes- con “la muerte del artista”, ya sea pintor o director de cine si nos centramos en este caso particular. “Pues mi objetivo es interpretar, a mi manera, el sitio del espacio de lo imaginario sobre el cual la intuición fija mi mirada” (20), diría un autor-lector-observador Eduardo Peñuela al principio de su primer ensayo.
El libro en cuestión, como lo precisa en la bajada del título, presenta dos ensayos sobre imágenes oníricas que son fruto de diversas conferencias dictadas en distintas universidades de América y Europa. El primero de ellos llamado “Deseos y ensueños en imágenes estáticas” y el segundo “Contracampos del sueño en una película”, donde Peñuela elabora un diálogo en “perspectiva en abismo” (2001) sobre los sueños representados en la cinta de Ingmar Bergman Fresas Salvajes (1957).
El tema central que reúne ambos textos, como sugiere en el prólogo del libro Víctor Silva Echeto, pone en entredicho los códigos culturales clásicos del “ver” textos visuales y -a través de imágenes oníricas (vale la presencia del psicoanálisis)- disparar las interpretaciones por derroteros no marcadamente lineales establecidos, ni objetivados, sino que desde nuevas miradas que develan otros códigos, desde “un tercer sentido de lo obtuso (…) y desde la perspectiva en abismo” (9). Y así liberar al autor del panóptico hermenéutico, logrando “burlar” al código para, en ese ejercicio, salir de la casilla y desligarse de la tradicional fiscalización de la semiótica. Lo que el propio Barthes llamó tercer sentido, sentido obtuso o, simplemente, punctum como se presentó, ya hace un tiempo, en uno de los libros más reconocidos de este semiólogo francés como es La cámara lúcida (1980). Según Peñuela “un inquietante deseo de ver lo que parece no haber sido visto. El punctum, para decirlo metafóricamente, es, en las imágenes, un pormenor que hiere afectivamente las pupilas” (24).
En “Deseo y ensueños en imágenes estáticas”, se detiene en los “extremadamente sugerentes” (35) procesos dialógicos de y entre diferentes géneros pictóricos. Comienza refiriéndose a las naturalezas muertas y explica que la evolución de este género se complejiza cuando se relaciona, por ejemplo, con bodegones y ambientes caseros donde se representa el contexto familiar. Y explica: “Debido a eso, no resulta extraño que los bodegones se combinen con los interiores domésticos, con el hábitat familiar, lugar por donde los secretos pululan por doquier. De esa imbricación surge el género pictórico conocido como ‘interior holandés'” (36).
Luego, al pasar por algunos interiores holandeses y vislumbrar varias escenas -en el total sentido bajtiniano del concepto- “carnavalescas” en los espacios de las salas hogareñas, la aguda lectura del “observador” lo lleva a invertir los clásicos códigos sociales de buen comportamiento de y en dichas obras. Obras tales como “La estancia de la Guasa” de Jean Steen (1663) o la insólita “El Tocador de Laúd” de Hendrik Martensz Sorgh (1645) no sólo acercan a una prudente lectura oficial (de buenas costumbres), sino que también ofrecen un relato escondido dentro del mismo marco-límite del lienzo.
Peñuela cree en el análisis de la obra “El Tocador de Laúd” y tratando de ponerse en el contexto histórico en el que se encuentra, los ojos penetrantes del perrito faldero, ubicado en la parte inferior izquierda, son el término de partida de una metáfora que tiene como término de llegada a una mujer que vigila cómo se comporta la pareja representada en el cuadro. Presencia de una mujer que, en consecuencia, se puede traducir en censura, ya que su idea está constituida por la imagen de una dama que vigila.
Mi interpretación de la metáfora del can faldero y su conexión con la censura es fruto, en el fondo, de un viejo sueño, pues la inquietante ansiedad de liberar parece provenir de un sueño colectivo, de un sueño en el que el animal humano vive momentos en que la libertad no está sujeta a ninguna opresión. El sueño no censura y en eso radica su eficacia poética (70).
En síntesis, el juego que plasma Peñuela en este ensayo busca proyectar los significados que surgen subjetivamente de un cuadro; y que se emiten desde los contenidos visibles del mismo, estimulando en cada lectoautor -y por añadidura- lo que sus propias sensibilidades le hacen ver, escuchar, sentir, sobre todo si son de aquéllos que quieren descifrar, como sugiere este semiólogo, el oscuro encanto de las imágenes visuales. Entonces, no muy distantes quedan las versiones “interiores holandesas” de Miró (1928) y -también si se quiere- del propio Bill Viola (2002), por sólo recuperar algunos casos revisados en la publicación.
Por otra parte, en “Contracampos del sueño en una película” Peñuela entra en contacto con algunos pasajes -lexías[2] les llama siguiendo a Barthes- que eligió personalmente del film Fresas salvajes de Bergman y busca justificar por qué, a través de estos fragmentos, se le puede atribuir cierto sustento a las lecturas hipertextuales que, en este libro, está desarrollando, a modo de propuesta de interpretación de los simulacros de sueños exhibidos en la cinta: “se entrega a la tarea de interpretar partes de los múltiples sentidos de una obra cinematográfica, más específicamente de los simulacros oníricos que en ella se estructuran” (75).
El propósito en este ensayo es crear nuevas expectativas de sentido -sin caer, por supuesto, en subjetivismos fanatizados- que permitan ilusiones de libertad más allá del ámbito de sus limitaciones, consintiendo des-montajes diferentes y ajenos y construyendo relaciones productoras de sentido inesperadas a partir de las sensaciones oníricas provocadas por cada imagen seleccionada. Vale decir, ver lo que no se ve en una primera lectura lineal. Leer los silencios, las entre líneas y los entredichos del film en particular y de una obra cualquiera en general. El texto-fílmico, en este sentido y al fragmentarse en lexías, se torna en una alternativa de análisis heterogénea, compuesta por variadas unidades semióticas que habilitan lecturas donde lo protagónico no es el autor ni el lector, sino que el entremedio que se formula en su interrelación (interactor-lectoautor).
Al superar lo que Barthes llama una imagen con studium, es decir consagrada a la lectura primera y lineal de ésta, Peñuela invita a un ejercicio más perspicaz que se escapa de los “significados unívocos” y solidariza con los contenidos no codificados que un lector-espectador puede descubrir al enfrentarse a un fotograma del film. Debido a que los significados de lo obvio se encuentran en los enunciados evidentes del relato y las irrupciones no codificados están fuera de éstos y deambulando por otros niveles: “la gramática de un texto fílmico deja a la deriva configuraciones cuyos efectos de sentido burlan, precisamente, la fiscalización semiótica a la que están sujetos los mensajes resultantes de una fuerte pre-codificación” (87).
Como resultado de todo lo anterior y a modo de síntesis del libro recensionado, Peñuela no ofrece ninguna lectura imperativa ni arbitrariamente verdadera de las telas y el film en análisis. Propone una lectura diferente, con punctum, sutil y abierta a tantas otras interpretaciones…
El operativo presentado funciona como un ejemplo hermenéutico diferente que habilita ésta y muchas otras opciones para leer una o un conjunto de obras de arte, entendiendo que la riqueza estética se percibe en lo que, más de alguna vez, el pintor surrealista se dio el lujo de sentenciar luego de acusar recibo a una sencilla pregunta: “Cuando a Salvador Dalí le preguntaban qué quería decir con sus cuadros, respondía: ‘Lo que usted ve es lo que el cuadro quiere decir'” (en Burroughs, 2009: 99).
Una interesante invitación a traicionar al autor y al artista en general -incluso al de este propio libro- y dar rienda suelta al oscuro encanto onírico de los textos visuales. Notable aporte de Peñuela que, simplemente, enseña a ver desde otro punto de vista -contra-interpretativo- el arte y a ofrecer luces polisémicas, dialógicas y plurivocálicas para de-construir las reglas del arte y sus representaciones.
A modo de cierre, de muestra un botón: “Dichoso será el lector-creador que nos ofrezca, por ejemplo, una lectura tomando como punto de partida la clave de la alimentación y de las significancias que se zarandean dolorosamente en el vacío estomacal de Los Olvidados” (137).
Rodrigo Browne Sartori (Universidad Austral de Chile)
Referencias Bibliográficas
Barthes, Roland (1980): La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía. Barcelona. Paidós.
Barthes, Roland (1987): El susurro del lenguaje. Barcelona. Paidós.
Burroughs, William S. (2009): La revolución electrónica. Buenos Aires. Caja negra.
Peñuela Cañizal, Eduardo (2001): “El extraño encanto de la intertextualidad”. En Signa, n° 10, Madrid. UNED, pp. 111-126.
Sollers, Philippe (1978): La escritura y la experiencia de los límites. Valencia. Pre-textos.
Notas
[1] Peñuela hace referencia directa a este análisis de Barthes en el segundo ensayo de su libro: “Esos componentes de la clave-significante incitan, en la tejedura expresiva del texto fílmico, voces de los cinco códigos utilizados por Roland Barthes para montar su lectura de la novela Sarrasine” (100).
[2] “Las lexías son, consecuentemente, fragmentos continuos de un texto y, en lo que se refiere a un texto literario, corresponden, más o menos a frases que presentan cierta cohesión de sentido. Este concepto puede ser aplicado muy bien en el texto fílmico, aunque, en éste, no tengamos unidades que coincidan con la estructura de una frase. Pero tenemos planos y secuencias de planos que se revisten de las propiedades de la lexía literaria” (100).