Revista F@ro Nº 8 - Estudios

Comunicación y movimientos sociales: hacia una simbología liberadora

MSc. Lázaro M. Bacallao Pino. (1) Cuba, 1979.
Universidad de La Habana

bacallaopino@yahoo.es
Recibido: 28 dejulio 2008
Aprobado: 4 de diciembre 2008
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Resumen:

El artículo propone un análisis del lugar de la dimensión simbólica en las prácticas y estructuras de los actuales movimientos sociales, en sus conexiones con lo comunicativo. Se analizan varios ejemplos de movimientos sociales latinoamericanos y se realiza una crítica sobre las posibles tergiversaciones en la comprensión de lo comunicativo/simbólico al interior de las dinámicas de estos actores sociales.

Palabras-clave: comunicación / símbolos / imaginario / movimientos sociales / cambio social. 

 

Abstract:

This article aims to analyze the symbolic dimension on the practices and structures of current social movements, on its relationships with the communicative dimension. It analyzes some cases of Latinamerican social movements, and criticizes some of the possible distortions on the understanding of the role of both communication and symbols, in the processes led by these social agents.

Key-words: communication / symbols / imaginary / social movements / social change.

 

Una de las dimensiones de todo proceso emancipatorio, transita por la configuración de un imaginario de la liberación, que acompañe a -y sea parte integrante y coherente de- las prácticas a través de las cuales encuentra re0alización ese empeño liberador. El encargo esencial de tal imaginario, radica en establecer una relación de tensión permanente con el proyecto, de manera que ese diálogo entre lo deseado y la realidad, resulte en un ejercicio constante de re-actualización en sus objetivos y formas de ejecución, a partir de la participación consciente de los sujetos implicados en el análisis de las variaciones coyunturales y estratégicas que se agregan a lo largo del tiempo.
La configuración de un imaginario liberador, aparece estrechamente ligado a una cualidad central de la praxis revolucionaria: la convergencia de la transformación de la realidad y del sujeto transformador mismo (Marx, 1969). Aquella conformación cultural resulta el vínculo subjetivo, individual y a la vez colectivo, entre estas dos dimensiones, y escenario para la resolución de las posibles y múltiples contradicciones que atraviesan la cronología de todo emprendimiento de cambio social.
Sin embargo, el lugar y espesor del encargo de este constructo en los procesos emancipatorios, ha sido subestimado por ciertas tendencias teóricas que secuestraron a las más importantes experiencias liberadoras del siglo XX. Apoyados en una lectura tergiversada de la obra de los fundadores del marxismo, se llegó a un economicismo chato y descomplejizante en el análisis y comprensión del hecho revolucionario, y a una anulación del individuo frente a una supuesta todopoderosa “Historia” -con leyes inexorables-, y a unas masas sin mayor tarea que la de dejarse arrastrar por aquella, de la mano de una vanguardia iluminadora. A partir de una visión “racionalista” de los procesos históricos, se derivó hacia un desprecio de “lo emocional”, considerado como deformación idealista, contaminada por la enajenación, así como una cuestión de naturaleza estrictamente “individual”, sin mayores trascendencias para unas acciones de obligatoria dimensión masiva (la destrucción del orden social capitalista y la inauguración de un nuevo mundo).
Los primeros cuestionamientos a tales visiones, desde la propia práctica, llegaron en la década del 60 del pasado siglo, con hechos tan diversos y desde escenarios tan variados como la Revolución Cubana –cuya “explicación” no encontraba cabida en los modelos y teorías sobre la revolución socialista al uso, dictados desde Moscú-, o la ola de manifestaciones y protestas, originadas fundamentalmente desde el sector estudiantil, que estremeció al mundo, desde México y los Estados Unidos, hasta el mayo parisino de 1968. Este segundo eje de sucesos –punto de partida para nuestro análisis-, entronca con la emergencia, durante el período, de los denominados “nuevos movimientos sociales”. Su génesis, se suele considerar momento que marca la desilusión y pérdida de confianza con respecto a los dos tipos específicos de “movimientos antisistémicos” que, desde la segunda mitad del siglo XIX, habían protagonizado la oposición al capitalismo: los movimientos “sociales” (básicamente, partidos socialistas y sindicatos) y los movimientos “nacionales” (aquellos que, por diversos motivos, combatían por la creación de un Estado) (Wallerstein, 2003, 2004).
(Nuevos) Movimientos sociales, imaginarios y relaciones de poder

Esta noción de “nuevos movimientos sociales”, abarcó, desde sus orígenes, un amplio y diverso abanico de grupos y sectores sociales, al punto de que se trataría, en sentido estricto, de una definición-marco. Desde los movimientos por los derechos civiles, pacifistas, ecologistas, contraculturales, estudiantiles, de género y orientación sexual, y campesinos o rurales, hasta los más recientes movimientos contrarios a la globalización neoliberal, entre otros, se incluyen dentro de esta clasificación. Varias características que se han mantenido, con mayor o menor incidencia, en cada una de estas expresiones de los movimientos sociales, resultan herencia de las protestas de los ‘60: la negación de un modelo revolucionario que incluya una “vanguardia”, en tanto esta se considera territorio para la incubación de una nueva clase dominante: la burocracia; un carácter fundamentalmente libertario, su arista anárquica y su condición utópica; el desmarcamiento de la política de derecha/izquierda de la era industrial y su acentuada separación del movimiento obrero tradicional. Tales particularidades, obviamente, deben ser comprendidas de manera contextualizada –algo que ciertos autores han obviado en sus análisis acerca de movimientos sociales europeos y latinoamericanos, por ejemplo.
Sin embargo, el elemento más significativo –y que, de alguna manera, sintetiza estas cualidades mencionadas-, es la nueva postura que, en relación con “el poder”, asumen estos actores sociales. Tal posición encuentra su fundamento en la decepción en torno al segundo momento de la denominada estrategia revolucionaria “en dos pasos”, que hasta entonces habían considerado como modelo a seguir las distintas experiencias liberadoras anticapitalistas, sintetizada en: 1) tomar el poder, para luego 2) transformar el mundo. Las deformaciones en este segundo período –burocratismo y centralización extremos, ausencia de una real participación de los sujetos, estatización generalizada de los procesos y la vida cotidiana-, se consideraron consecuencia de una “contaminación” del proyecto y sus actores por ciertas “perversiones”, supuestamente inherentes al poder y a las estructuras del Estado.
Ello habría conducido a una pérdida de la creencia en este como mecanismo de transformación y la condena de la “vieja izquierda” por este motivo, así como a un giro en las reivindicaciones revolucionarias tradicionales, que apuntarían ahora al cuestionamiento de las formas y límites del poder, sin que ello significara la pretensión de “tomarlo” – el objetivo era “cambiar la vida” -, dado que el acceso a las instituciones estatales se consideraba cooptador del movimiento, y la construcción de un nuevo Estado revolucionario como su perversión (Servan-Schreiber, 1968; De Villena, 1975) (2). Este planteamiento antiestatal o no-estatal, ligado a una concepción de anti-poder o contrapoder, se mantendría como rasgo disponible para los intentos posteriores en la búsqueda de un movimiento antisistémico de un tipo “mejor” (Wallerstein, 2003).
Quizás una de las frases que mejor sintetice tales asunciones, sea uno de los célebres graffitis parisinos de 1968: “La imaginación al poder”. Pero en tal sentencia también se encierra todo un sentido de rebeldía contra aquella visión pretendidamente racionalista –en verdad, dogmática- de los procesos históricos, que presentaba a la revolución como un acontecimiento inexorable, resultado de unas leyes inflexibles e irrevocables, que tendría como protagonista único al proletariado. Ese espíritu de rescate de la imaginación como elemento del proyecto liberador, conecta asimismo con una recuperación renovada de la noción de utopía, ya no como hecho o circunstancia imposible, sino –siguiendo la acertada definición de Alfonso Sastre- en tanto que cualidad o hecho actualmente imposibilitado por determinados grupos e intereses sociales.
Esta inclusión de la dimensión imaginaria, estrechamente vinculada a lo emotivo, encuentra asidero favorable en varias condiciones contextuales de ese momento histórico de emergencia de amplios movimientos sociales. En primer lugar y como cuestión más significativa, se ha de tener en cuenta la existencia misma de las referidas experiencias que contradecían los principios de la teoría al uso sobre el suceso revolucionario –el marxismo dogmático-, y la propia conversión simbólica de los hechos y figuras ligados a aquellas. Es, sin dudas, una época especialmente creadora de símbolos: desde The Beatles, Martin Luther King Jr. y Malcom X, hasta Patricio Lumumba, la resistencia vietnamita y la Revolución cubana –con su amplia iconografía, en especial de sus imágenes más universales: Fidel Castro y Che Guevara.
La necesidad de ese inventario simbólico, que forma parte constitutiva de ese imaginario de la rebelión y que debe estar arraigada en la práctica social cotidiana de los sujetos (o no será), ha resultado eslabón de continuidad en las prácticas y acciones de los nuevos movimientos sociales. Su génesis y evolución ocurre en el contexto de un mundo (el de la segunda mitad del siglo XX) particular y crecientemente mediatizado, signado por el triunfo definitivo y consistente de la imagen –en una secuencia que pudiera sintetizarse en: fotografía, televisión, multimedialidad-, y por una marcada beligerancia en el terreno de lo cultural y lo simbólico –recordemos la llamada Guerra Fría y sus resortes de manifestación-, que agregan espesor y significatividad a tales dimensiones en los procesos de conformación de hegemonía.
Los sucesos ocurridos entre finales de la década del 80 e inicios de los 90 del siglo XX, añadieron importancia a esa necesidad de un imaginario de la liberación, a la vez que supusieron nuevos obstáculos para su articulación. Estos acontecimientos implicaron:
1) un repliegue de las fuerzas de izquierda a nivel global, así como una crisis en los fundamentos teóricos sobre los cuales se había soportado un proyecto tergiversado y que, al haber sido presentados como “los presupuestos conceptuales de la revolución”, fue asumida por muchos como el Apocalipsis de las teorías revolucionarias de manera general;
2) la instauración de un régimen de dominación global que, sobre el fracaso de su opuesto y desde la hegemonía comunicacional-cultural, se presentó como único y eterno proyecto civilizatorio posible, en un intento por arrasar con toda configuración ideológica y cultural alternativa; su expresión más evidente es el llamado pensamiento único, y su “patente de corzo”, la proclamación del fin tanto de las ideologías como de la historia;
3) la necesidad, por ende, de una lectura actualizada y sopesada, inteligente y creadora, coherente e histórica, de las experiencias revolucionarias anteriores -como parte del proceso imprescindible de continuidad/renovación de un proyecto histórico revolucionario-, a la par que del regreso a las fuentes originarias del pensamiento auténticamente crítico de la modernidad capitalista.
Pero –debe aclararse, para evitar lecturas apresuradamente culturalistas sobre el contexto contrahegemónico actual- el lugar de lo simbólico como parte de las prácticas de los movimientos sociales no resulta un tema de reciente aparición. El aspecto ceremonial y ritual –estrechamente ligado a la dimensión simbólica, en tanto espacio significativo para la articulación de símbolos y escenarios privilegiados para su uso - ha estado presente en todas las organizaciones humanas, de ahí que, como plantea Hobsbawn (1968), no deje de ser sorprendente en los movimientos sociales modernos, sobre todo en los enmarcados dentro del movimiento obrero (partidos y sindicatos), la extraordinaria falta de un ritual deliberadamente elaborado. Junto a las formas de iniciación, los ceremoniales de la reunión periódica y los rituales prácticos, el simbolismo resultaba una de las cualidades de los movimientos sociales primitivos, en los cuales se unía forma y contenido, sentidos y usos, significados y prácticas, en un universo completo y complejo de simbolismo y alegoría.
En los movimientos sociales modernos, explica el historiador francés, se quiebra esa unidad de forma y contenido y “oficialmente” – porque se trata, en realidad, de una distinción metodológica - lo que mantiene unidos a los miembros es el contenido (ideología) y no la forma. Lo ritual tiene, en este caso, funciones y formas más utilitarias – a las cuales se suelen reducir la pertenencia, la identidad y los compromisos/valores que implican -, y el significado ritual de los actos pasaría a tener una importancia secundaria. Aunque, aun sin estar incluida explícitamente en el proyecto original, las dimensiones ritual y simbólica, articuladas en los procesos de gestación de los imaginarios, tienden a surgir espontáneamente, pero en una forma de simbolismo – expresado en elementos equivales a una síntesis representativa del movimiento, como insignia, bandera, o siglas– que, por lo general, es una versión remota y degenerada de lo que fue en un principio.
Ese declinar y desdibujamiento del carácter y la función de la ritualidad en los movimientos sociales modernos tradicionales, apunta, estaría vinculado con:
1) el proceso de modernización del movimiento y la adaptación de las agitaciones populares a la economía capitalista moderna;
2) la superación de los orígenes y causas del primitivismo y su expresión en lo ritual y lo simbólico, tales como: la condición secreta, la profunda ambigüedad de sus objetivos revolucionarios, su condición de formas tempranas e inmaduras de organización revolucionaria, o tener fuertes vínculos con el pasado;
3) los orígenes del marxismo y la proletarización de las organizaciones.
Las implicaciones de este tercer aspecto, se encuentran en la oposición entre la forma de organización inspirada por Marx y las hermandades revolucionarias del siglo XIX. Estas últimas, estaban integradas por un grupo jerarquizado de elites -clase media y superior, intelectuales parados y otros miembros “impotentes” de la clase media y alta-, en las cuales las masas casi no desempeñaban ningún papel en sus cálculos – se limitaban a ser un agregado inerte y agradecido al cual le era impuesta la revolución. Ello explica que en sus dinámicas, tuvieran un peso significativo los rituales de la jerarquía, que simbolizaban su exclusividad, al punto de que Marx (en Hobsbawn, 1968) las calificara de “autoritarismos supersticiosos”.
De ahí que, en la nueva organización proletaria, se estipulara la eliminación de todas las formas de tal autoritarismo supersticioso y se estableciera una formación democrática, pero centralizada; de una jerarquía electa y por tanto destituible. Lo ritual, luego, ya no se requería, pues este tipo de movimiento originaba un compromiso emocional más hondo, el revolucionario obrero no precisaba de fórmulas románticas: estaba, por definición revolucionaria, nadando en y con el curso de la historia. No se necesitaban rituales para el compromiso, pues este era consecuencia de la conciencia de clase para sí alcanzada.
La recuperación del simbolismo desde la práctica revolucionaria
Sin embargo, a lo largo del siglo XX, tales concepciones fueron sometidas a interpretaciones mecanicistas, que condujeron a la pérdida de la esencia humanista del marxismo, atrapado en una visión racionalista, tan instrumental como la capitalista, que colocó en el centro de la organización proletaria un economicismo chato, a pesar de las alertas desde el marxismo más consecuente al respecto. Particularmente significativo resulta, en tal sentido, el análisis sociohistórico de la función del mito en los procesos liberadores planteado por José Carlos Mariátegui.
Frente a una concepción que, en correspondencia con el imaginario racional moderno, presenta al mito como forma que oculta – o, en lecturas menos terribles pero igualmente incómodas, como forma que deforma -, se encuentra el análisis marxista de la función positiva del mito – en tanto que parte de la realidad y de los procesos sociales - al interior del proyecto revolucionario liberador, presente en la obra de Mariátegui. En la idea del mito mariateguiano se entrelazan tanto su dimensión espiritual, ligada a lo emotivo y sentimental, como la referida a sus funciones concretas en una sociedad, a partir de su incidencia en la realidad a través de la creación y/o consolidación de tradiciones y proyectos de acción.
Para Mariátegui (en Mazzco, 1995, p. 73), el mito es “lo que más neta y claramente diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado”: la primera, incrédula, escéptica y nihilista, carece de mito; el segundo, cuenta con el mito de la revolución social, en el que radica su fuerza, su pasión, su voluntad, y hacia el que se mueve. El mito -espacio de permanencia, reconocimiento y actuación de la memoria– opera como filtro analítico a través del cual los hombres se conectan con la realidad y, en algún sentido, la crean, desde una perspectiva que
recupera la función racionalizadora de las mitologías que al constituirse en símbolos otorgan coherencia emocional a las necesidades de las luchas políticas presentes. El mito moviliza y hace homogénea a las fuerzas dispersas... es la utopía realista de la nación y el socialismo (p. 74).
Esta lectura de la función del mito, se corresponde con el concepto gramsciano de crear una “fantasía concreta que opere sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva” (p. 73). La concepción gramsciana del ejercicio del poder como control cultural, implica que el cambio social no debe ser pensado solo en términos de “asalto al poder”, sino también en tanto cuestión de sentidos, de legitimación de una ideología o visión del mundo (Acanda, 2002), a partir de un conjunto de valores sociales y normas; de producción de consenso en torno a ellos -y configurar, de tal forma, un nuevo bloque histórico-, así como de “una ‘mística’ o ‘religión popular’... que vincule a los dirigentes y a los dirigidos” (González Casanova, 1984, p.18).
Aunque los análisis de tales autores hagan énfasis más en “el mito”, “la mística” y “lo ritual” que en “lo simbólico”, ambas resultan dimensiones del proceso de conformación de un imaginario contrahegemónico; si bien los primeros pueden considerarse más cercanos a la “puesta en escena” de unos sentidos compartidos a través de actos casi exclusivamente diseñados con este propósito, y los simbolismos se encuentren más a medio camino hacia la racionalidad, y necesitan, indefectiblemente, un anclaje real en la acción cotidiana individual y colectiva –de donde, de hecho, se han de nutrir sus referentes simbólicos. Es desde tal perspectiva compleja, y en una indispensable vinculación a la práctica social transformadora, que debe comprenderse el rescate de lo simbólico que tiene lugar como parte de las dinámicas de los movimientos sociales actuales.
La hegemonía ideológica del neoliberalismo –que permanece más allá de su ya evidente fracaso en el terreno económico, explícito en el análisis más elemental de los índices de desempleo o pobreza, o en la más reciente crisis financiera global- se expresa en su capacidad para otorgar nuevos y contradictorios sentidos a viejas palabras (Borón, 2005, p.162), mediante una “neolengua que nos desarma, al impedirnos pensar y sentir con autonomía, [que] trastorna la identificación de los hechos y los símbolos” (Martínez Heredia, 2003, p. 110; el subrayado es nuestro). Por tanto, una de las cuestiones fundamentales del enfrentamiento a tal orden, es la liberación del lenguaje y el pensamiento de esa dominación, “avanzar en la descolonización de nuestros sentidos del mundo, de nuestras concepciones de lucha, de nuestra lectura de la historia, de nuestras modalidades de resistencia” (Korol, 2005).
Estaríamos ante una suerte de “guerra cultural mundial”(3) - aunque no signifique la renuncia total a los resortes represivos -, de ahí que esta confrontación resulte el escenario de las tensiones y pugnas fundamentales de la actualidad, que se darían “en un terreno cultural en que las ideologías están incluidas” (Martínez Heredia, 2001, p. 41). Por tanto, los movimientos sociales tienen ante sí el desafío múltiple de, por un lado, enfrentar tal hegemonía simbólica totalitaria del proyecto neoliberal y, por otro, gestar nuevos sentidos – vinculados a ese mundo otro que se propone y proyecta -, a partir de un proceso de sedimentación simbólica que, como parte de la constitución de la humanidad en tanto sujeto político, produzca referentes simbólicos de la magnitud del que todavía se enarbola – incluso desde las propias resistencias – como expresión del fracaso: la caída del Muro de Berlín.
Por tal motivo, la especial valoración de los sentidos simbólicos de las acciones que se realizan por parte de los movimientos sociales -en tanto indicadores de los alcances, límites y resignificaciones del imaginario de las resistencias-, así como de las tendencias que marcan las subjetividades de sus protagonistas sociales y políticos, además de su influencia en las transformaciones en el sentido común y el imaginario popular (Korol, 2005). Tal enfática recuperación de la dimensión simbólica –ligada a lo cultural, lo identitario y lo comunicativo- resulta también parte de una cuenta a ser saldada, dada la supeditación de esta arista por parte de las fracasadas experiencias liberadoras, que también incluye una revaloración de lo solidario (emocional), que algunos – todavía desde los presupuestos de las etapas anteriores – califican como subestimación de “lo organizativo” (racional) en las dinámicas de los movimientos sociales actuales.
Los movimientos sociales latinoamericanos: lo simbólico como dimensión de sus acciones
Una indagación preliminar en algunos de los más significativos movimientos sociales latinoamericanos de las dos últimas décadas, confirma esa particular dimensión simbólica.
El zapatismo resulta uno de las expresiones en América Latina – incluso con un carácter fundacional - de la resistencia frente a la globalización capitalista neoliberal. Movimiento en el cual la dimensión simbólica es fundamental – símbolo él mismo, pertrechado de un conjunto de objetos, el más importante el pasamontañas, con un elevado simbolismo -, la historia resulta una temática omnipresente en su discurso, alcanzando tal importancia - sobre todo en lo relativo al manejo de los símbolos patrios -, que llega al punto de personificarse. Este movimiento abreva, para su lucha, en el acervo de los símbolos mexicanos, en una lectura de la historia nacional, desde la resistencia, que se sitúa en el extremo opuesto a la apropiación que de la misma – y sus símbolos – ha hecho la dominación para legitimar su proyecto.
En buena medida, el zapatismo es una redención de la historia en un tiempo en que se decreta su fin y el olvido; de ahí la importancia de la palabra y la dimensión expresiva de cada acción zapatista, y la recurrencia constante a la historia nacional como parte de ellas, a través de la evocación de imágenes, fechas y figuras, como la de Emiliano Zapata. Pero también se acude permanentemente a otros simbolismos no nacionales –el más significativo, el guevariano-, en una estrategia discursiva que resulta coherente con un movimiento que, desde sus orígenes, ha asumido una vocación global y ha tenido en cuenta de manera especial la dimensión internacional de su lucha – los mejores ejemplos de ello serían los Encuentros Intercontinentales por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, así como la amplia red de solidaridad mundial que se fomentara en torno suyo. Todos estos elementos, se insertan en el imaginario de una poética que acompaña al zapatismo, articulada en especial a partir de los textos del Subcomandante Marcos –devenido símbolo él mismo -, y que ha conducido a que la dimensión comunicativo-simbólica se considere, a juicio de algunos, la mayor (y quizás única) victoria de esta experiencia de rebeldía.
El movimiento social desatado en Argentina a finales de 2001, a partir de la profunda crisis económica vivida por ese país como consecuencia de la aplicación de políticas neoliberales, también presentó una muy particular arista simbólica. La expresión más palpable de ello estaría en la manera como la frase “Que Se Vayan Todos” –lema que congregó a los distintos actores sociales que se sumaron a las manifestaciones, y síntesis de un espíritu de oposición a un determinado orden social y a sus representantes-, se convirtió en una marca de identidad del movimiento, en un símbolo del mismo; al extremo que sus siglas (QSVT) cobraron autonomía y significado, hasta devenir en una suerte de recurso de invocación.
Esta cualidad de un hecho discursivo, incluso llegó a ser sometida a crítica por determinados sujetos participantes en las manifestaciones. Se reprochaban los excesos, pues “todo debe golpear visualmente, y si no impactamos con nuestra puesta en escena, pareciera que no vale la pena. Así se ven marchas y protestas con complicados disfraces y artefactos, y actuaciones, bailes, etc. O marchas con 10 personas y 40 banderas…. O marchas que llegan hasta la valla de plaza de mayo, la tocan y pegan la vuelta, o incluso afiches con la sigla mágica QSVT, que evidentemente tiene poderes místicos o algo así, porque cada dos por tres aparece alguien que dice ‘ah’ y luego ‘QSVT”. (4)
De igual forma, durante las protestas que, en abril de 2005, condujeron a la renuncia del ex presidente ecuatoriano Lucio Gutiérrez, tuvo lugar un proceso de configuración de una identidad colectiva –emergente, entre otras motivaciones, a partir de un espacio comunicativo: Radio La Luna, desde la cual se realizaron las primeras convocatorias a la acción-, en torno a la condición “forajida” –“todos somos forajidos”, fue el lema que aunó a los participantes-, en respuesta a una acusación del mandatario, a un grupo de manifestantes, de serlo.
Pero, probablemente, el ejemplo más paradigmático de recuperación de lo simbólico y lo emocional desde las prácticas de un movimiento social, sea la mística del Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), de Brasil, considerado la organización latinoamericana de este tipo más importante. El MST se inserta en una larga cronología de movimientos campesinos brasileños, desde las repúblicas de los Guaranis (1610-1768) y de los Palmares (siglo XVI-XVII), pasando por Canudos (1893-1897), hasta las Ligas Campesinas (1955-1964). Uno de sus principios más originales, sin el cual es imposible concebir la pertenencia a este movimiento, es la mística:
una palabra intraducible, de origen religioso que ha sido secularizada por el Movimiento Sin Tierra, donde se dan la mano la ética y la estética, la subjetividad y la identidad, la lógica de los sentimientos y las emociones de la conciencia, la simbología y la cultura popular (Kohan, 2005).
Suerte de fuerza que impulsa a los miembros del MST a continuar en la lucha por la tenencia de la tierra y sus demás objetivos, es cultivada y se manifiesta a través de símbolos y expresiones culturales. Entre esos emblemas del MST están la bandera, el himno, las consignas, las herramientas de trabajo, los frutos de la labor en el campo, las canciones, o incluso el propio Jornal Sem Terra – que ha llegado a ser más que un medio de comunicación-; en fin, todo aquello que colabora con la construcción y el fortalecimiento de la organización, es considerado un símbolo. Estos representan, en la dinámica del MST, el esfuerzo, la dedicación, el trabajo, las angustias y también los sueños, las alegrías que la lucha proporciona. Pero el mayor de los símbolos para el MST, como se declara explícitamente en uno de sus documentos, es el ser humano mismo:
razón y sentido de todo y de todos… el que hará todas las transformaciones, el que todo lo construye y para el que luchamos. En él depositamos nuestras esperanzas y será con el que construiremos el ‘Hombre Nuevo’ del que hablaba Che [Guevara] (Bogo, 2002, p. 11).
La mística, en el MST, se encuentra estrechamente ligada a la cuestión de la solidaridad y de la unidad entre sus miembros, incorporándose como “una práctica social que tiene que ver con que las personas se sientan bien al participar en la lucha, [que] solo tiene sentido si forma parte de la vida de las personas” (João Pedro Stedile, en Mançano F., 2001, p. 128-129, el subrayado es nuestro). No existen momentos exclusivos para ella, sino que “tenemos que practicarla en todos los eventos que reúnan personas, ya que es una forma de manifestación colectiva de un sentimiento” (p. 129). Parte de la cultura y con una muy singular dimensión simbólica, la mística se opone a la desconfianza, y aparece ligada a la ética, la moral, la conciencia, el conocimiento político, la responsabilidad y el deber.
Según los principios de la mística, en las fotografías y pancartas de los grandes líderes revolucionarios y militantes –expresión evidente de su carga simbólica-, estarían sus ideas, sus sueños, sus ejemplos de vida, que “no se queman, no se matan, no mueren jamás, [sino que] continúan presentes en nuestras vidas, en nuestras luchas, en nuestros símbolos” (Bogo, 2002, p. 9). Sin embargo, esto no significa que sea
un teatro, [sino que] es actitud, mantiene la energía de la juventud aunque envejezcamos por fuera…. frágil, cuando es individual, fuerte cuando es colectiva…. es una fuerza crítica, que nos ayuda en la práctica política a garantizar el rumbo y la unidad (p. 10).

Lo simbólico como parte de la práctica social: cultura, identidad y comunicación
La construcción -como parte de las dinámicas de estas organizaciones- de este imaginario simbólico de la resistencia, anclaje desde una dimensión utópica del proyecto de “otro mundo posible”, se halla en el punto de convergencia entre cultura, identidad y comunicación – tres dimensiones que presentan un peculiar espesor en las dinámicas y las prácticas de los movimientos sociales, al punto que han llegado a ser centro de algunas conceptualizaciones sobre estos (Touraine, 2002; Touraine en Castells, 1999b, p. 93; Castells, 1999a, p. 29 y 1999b, pp. 28-29). Esta significación, se encuentra relacionada con una necesidad de autodefinición, que resulta fuente fundamental de significado social, de construcción y organización de sentidos y experiencias, ligada en la praxis concientizadora con la visión o modelo social del movimiento, sus objetivos y proyecto de cambio social.
Esta simbología liberadora resulta lugar imprescindible de afincamiento de la práctica presente, en una mirada hacia el pasado y lo futuro. Es mediación de temporalidades que, en el contexto posterior a la última década del pasado siglo –con sus secuelas de decepciones en torno a las experiencias de rebeldías anteriores, que todavía pesa sobre las alternativas, y dada la particular dimensión cultural de la dominación capitalista en su fase actual -, deviene cuestión esencial como parte del proceso de reapropiación crítica, por parte de los actuales actores sociales, de las prácticas contrahegemónicas precedentes, en toda la riqueza de su dimensión simbólica y su trascendencia cultural y práctica en la gestación de los nuevos proyectos de liberación definitiva del ser humano.
Cómo se insertan aquí los símbolos emergidos de etapas anteriores, qué relaciones de continuidad/ruptura se establecen en este proceso de acumulación de fuerzas culturales, son algunas de las interrogantes alrededor del tema, en el cual confluyen múltiples aristas. La cuestión de los imaginarios, sentidos y significaciones que se asocian a determinados sucesos o actores; así como la lectura y apropiación teórico-práctica que se hace de las experiencias y sujetos revolucionarios precedentes, entronca con aspectos como la conciencia, la ética, la educación y la cultura – es decir, con los factores subjetivos, cuyo peso en la reproducción social resulta esencial.
Sin embargo, en este punto, el principal riesgo que se corre radica en sobredimensionar la importancia de esta dimensión comunicativo/simbólica en las prácticas de los movimientos sociales y caer en ciertas “contrahegemonías aparienciales”, limitadas solo a una declaratoria de cambio, pero que en la práctica terminan por recorrer caminos que – aunque supuestamente opuestos a ella – reproducen o se sostienen bajo los mismos basamentos de la lógica de dominación, sin sustentar desde la praxis una propuesta verdaderamente transformadora de las relaciones de poder. Incluso, en ocasiones, lo comunicativo no solo se considera espacio para articular ese imaginario simbólico y compartirlo, sino deviene símbolo en sí mismo del orden social alternativo que se proclama: los sujetos manifiestan que su vivencia de los espacios de comunicación vinculados al movimiento social, es la mejor expresión del “otro mundo posible”. Esta posible distorsión “comunicacionista”, se llega criticar desde algunos sujetos miembros de los propios movimientos, quienes reprochan el hecho de “ser tan mediáticos” de las “nuevas militancias”, o las “puestas en escena” y la preocupación exagerada por el “look revolucionario”.
Se trata de una tendencia que se origina en la confusión acerca de las conexiones entre lo comunicativo/simbólico (en el contexto de lo cultural-identitario) con el resto de las dimensiones de la socialidad (económica, política, educativa, ética, etc.). Se confunde o sobrevalora el encargo social de aquellos, en una deformación de las interrelaciones entre actos expresivos y actos ejecutivos –siguiendo la tipología epistemológica propuesta por Manuel Martín Serrano et al. (s/f)-, y del lugar de la acción comunicativa y simbólica en los procesos de cambio social. La transformación de la realidad no puede percibirse solo en la comunicación, sino en la totalidad de las esferas de la vida cotidiana; la producción de un imaginario simbólico de la emancipación, debe ser un proceso que acompañe, de manera paralela, el cambio en las prácticas y relaciones sociales en general.
Esa relación coherente y armónica, en la cual la reinvención de un imaginario emancipador –en cuya configuración lo comunicativo presenta un especial encargo, al interior de las prácticas y dinámicas de los movimientos sociales-, se inserte en el entramado gestante de una nueva socialidad, solo será posible desde una perspectiva gramsciana, es decir, que comprenda lo cultural como dimensión esencial de lo político, y la política en tanto labor de estructuración y desarrollo de la hegemonía (Acanda, 2002) .
Se trata de evitar todo posible determinismo culturalista, manifiesto en algunas posturas que, como la asumida por Castells (1999a, p. 382), considera la cultura en tanto que fuente de poder, a este como fuente de capital, y “ubica” las relaciones de poder (y el poder mismo) exclusivamente en “las redes de intercambio de información y manipulación de símbolos, que relacionan a los actores sociales, las instituciones y los movimientos culturales, a través de iconos, portavoces y amplificadores intelectuales”. No se ha de olvidar que, como aclarara el teórico más importante de la hegemonía, si bien esta es “es ético-política, no puede dejar de ser también económica, no puede menos que estar basada en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo rector de la actividad económica” (Gramsci, en Acanda, 2002, p. 275). En tal sentido, los procesos comunicativo-simbólicos, debe ser comprendidos como parte de una nueva visión de -y espacio para- lo político, que contemple como uno de los sus elementos centrales a “lo público”, y trascienda la tradicional polarización –presente aún en muchos movimientos sociales- entre estatal/privado y quiebre la dualidad Estado/sociedad civil, para comprender la política como “un espacio de acumulación de fuerzas sociales, culturales y directamente políticas” (Sader, 2001).

Referencias bibliográficas

Acanda González, J. L. (2002). Sociedad civil y hegemonía. La Habana: Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello.
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Notas

(1) Licenciado en Comunicación Social (2003) y Master en Ciencias de la Comunicación (2006). Profesor e investigador, coordinador de la Disciplina “Problemas conceptuales del periodismo”, en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Especialista en comunicación alternativa y movimientos sociales, temática sobre la cual ha publicado artículos en revistas de Cuba, América Latina y España. Actualmente becario doctoral en la Universidad de Zaragoza, España. volver

(2) En este sentido, se llegó a proponer, en los análisis al uso, un cambio en la naturaleza tradicional de las demandas de los movimientos sociales, desde unas reivindicaciones “materialistas” –características del movimientos obrero histórico-, hacia una reivindicaciones “post-materialistas”. Esto, sin embargo, puede ser muy discutible, y de hecho lo ha sido, cuando hacemos referencia a nuevos movimientos sociales localizados en países del sur: en ellos se mantienen, dado su contexto, aquellas reivindicaciones históricas relacionadas con cuestiones esenciales y materiales, como la propiedad de la tierra, la vivienda, etc. volver
(3) Esa preferencia por la lógica de guerra cultural en su estrategia de dominación (aunque no signifique la renuncia total a los resortes represivos), tiene su explicación, según Martínez Heredia (2003, p. 105), en dos razones fundamentales: 1) el hecho de que la forma principal de existencia actual del imperialismo tiene como exigencias básicas una nueva colonización del mundo y el abandono de la forma democrática de dominación, pasando de la competencia a la exclusión; y 2) el enfrentamiento al crecimiento de la fuerza, las capacidades, experiencias de rebeldía y pretensiones de los dominados, quienes han acumulado – a pesar de errores e insuficiencias - profundas prácticas y conocimientos en este terreno, en particular durante el último siglo. volver

(4) Declaración de uno de los participantes en foros de discusión del sitio web Indymedia Argentina, consultado el 17 de febrero de 2003. volver


 

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